CARTA PARA LA MADRE TERESA DE JESÚS

Muy querida madre Teresa:

Hace 50 años fuiste declarada doctora de la Iglesia por el papa Pablo VI. Este hecho parecería una realidad muy intelectual, académica y teórica, sin embargo, nosotros podemos afirmar que lo que el papa reconoció en ti fue un doctorado y un magisterio de la vida, reconoció en ti a una maestra que enseña el diario vivir en lo personal y comunitario, en torno a tu único y apasionado ideal, que es el amor por tu Esposo y Amigo del alma, Cristo el Señor.

Leyendo tus libros y ahondando en tu doctrina, nosotros hemos aprendido que la espiritualidad es el motor de la existencia y que es posible ser contemplativos trabajando intensamente por el bienestar de los hermanos, por la dignidad de los más maltratados, los excluidos, los ignorados, los marginados y desprotegidos.

Tú nos enseñas cada día cosas muy prácticas para enfrentar las múltiples realidades que como peregrinos del Absoluto debemos enfrentar a cada momento, en la búsqueda del sostenimiento material y espiritual de nuestros hermanos pobres y necesitados. De manera especial, tú nos enseñas a construir la gran familia que todos soñamos, la comunidad de los hermanos y hermanas que vamos por el mundo tejiendo sueños y realidades, aprendiendo a soportar el dolor, la enfermedad, las precariedades de la vida y, en general, aprendiendo a asumir nuestra realidad humana con altura y practicidad, apoyándonos los unos a los otros, como verdaderos hermanos de camino.

En las diferentes Ciudades de Dios de la Fundación Santa Teresa de Ávila, nos alimentamos cada día de tus enseñanzas y de tu legado espiritual y humano. Vivimos ciertamente en un pedacito de cielo en la tierra, asumiendo de manera muy gozosa nuestra existencia, dignificando la vida de todos los hermanos y abriendo las puertas de nuestra experiencia real de vida a las personas que, como buscadores del sentido de su existencia y del amor de Dios, y carentes de muchas realidades, van desfilando día a día por estos remansos de paz. Ellos vuelven a encontrar en este lugar esa paz en el corazón y la fuerza de la presencia del Espíritu del Señor, alimento para caminar con esperanza renovada.

Son muchas las enseñanzas prácticas recibidas de ti, madre Teresa, que, como motores de fuego permanente, sostienen nuestro caminar en la fe, en la esperanza y, de manera muy concreta, en el amor.

 

ORAR

Como maestra de oración nos has enseñado a orar la vida y con la vida a hacer de todo lo que va aconteciendo un motivo de diálogo y comunión con el Señor. Orar la existencia nos abre caminos insospechados de trabajo, de ayuda, de impulso dinámico para avanzar. El contenido de nuestra oración diaria es el acontecer nuestro, de nuestros hermanos en comunidad, de la vida de nuestros abuelitos, familias, niños, jóvenes, hermanos desplazados, enfermos, desesperanzados, jóvenes sin mayores posibilidades de formarse para enfrentar su existencia, madres cabeza de familia que desde edades muy tempranas deben enfrentar una encrucijada: abortar a sus niños, muchos de ellos no deseados, o enfrentar el gran reto de sacarlos adelante en medio de grandes dificultades, del rechazo y la discriminación social. En las Ciudades de Dios algunas de ellas, que acuden buscando ayuda, encuentran una mano tendida para decirle Sí a la vida, y un acompañamiento permanente tanto a ellas como a sus pequeñas criaturas, para que eso se haga realidad.

En la oración diaria y constante, como cita de amor “con quien sabemos nos ama”, encontramos luces para buscar alternativas para todos, a la vez que nos sentimos confortados y animados a cada momento para asumir situaciones para las que humanamente no estamos preparados ni capacitados. Sin embargo, el Espíritu del Señor nos va guiando, fortaleciendo, consolando y llevando adelante. La oración que tú nos comunicaste, madre Teresa, es el alimento insustituible que hace posible que nosotros realicemos, en el nombre del Señor, lo que parecería imposible, por no contar con los recursos suficientes y necesarios. Así, la historia de salvación continúa entre nosotros y vemos los resultados palpables cada día, a través de los milagros de amor que realiza el Señor con nosotros. Él hace que estas Ciudades de Dios sean lugares concretos donde se palpa la acción de Dios y su misericordia real, día tras día. La oración, “el trato de amistad a solas con Él solo”, es nuestro alimento y manantial inagotable de fuerzas siempre nuevas, que nos permiten ver con ojos nuevos la realidad cotidiana y afirmar que el Reino de Dios está entre nosotros, que nosotros somos testigos de su presencia y de su acción vivificante y transformante todos los días. Al igual que el alimento material, la oración, que es el fundamento de nuestra vida espiritual, no falta cada día en la mesa del altar eucarístico hecho vida, ni en el diálogo amoroso con el Señor, dinámica salvadora que tú, madre Teresa, nos has inculcado y enseñado a vivir. Gracias, pues, por ser nuestra maestra de oración.

Tú nos has enseñado, madre Teresa, que la mística y la profecía son dos maneras complementarias de vivir la experiencia de encuentro con Dios y con los hermanos. La experiencia orante, experiencia mística, manifestada en la vida fraterna en comunidad, nos conduce necesariamente a la experiencia profética, a la acción amorosa en el servicio a los demás, realizada a través de las obras de misericordia para el bien de los pobres y necesitados.

De ti aprendimos, madre Teresa, que cuando un ser humano se dispone a entrar en relación con su Señor, el amor de su vida, algo grande acontece muy dentro de él, en su interior, en el más profundo centro, en su castillo interior, acontecimiento que también lo es para toda la comunidad y para la Iglesia, pues somos un solo cuerpo, y lo que le sucede a uno de sus miembros le sucede a todo el cuerpo, nos afecta a todos, incide en la vida de todos. Dios entra en relación directa con esa persona, que comienza a vivir un amor transformante que le lleva a tener experiencia de comunión con Él, de transformación en Él, hasta llegar a la unión transformante en Dios. Todo esto es parte de lo que nosotros llamamos experiencia mística. Ella conduce a vivir el amor fraterno y a obrar en bien de las personas, de tal manera que surge lo que llamamos la profecía o acción misericordiosa por los demás, en donación, entrega gratuita, servicio amoroso y desinteresado. Surgen, entonces, las personas místicas, las comunidades místicas, fraternas y proféticas, que tienen una palabra creíble hoy para aportar en la transformación de los seres humanos y del mundo en general.

Tu vida, la forma de enfrentar las dificultades, la enfermedad, las incomprensiones, las persecuciones y rechazos, todas las trabas que te colocaron y que fuiste superando en el desarrollo de cada una de tus fundaciones, nos enseñan a vivir con intensidad nuestro momento histórico, a apropiarnos de nuestra tarea como testigos del Evangelio, anunciando al mundo su mensaje, haciéndolo, más que con palabras, desde un estilo de vida sencillo, fraterno, orante, abierto a todos los necesitados, acogiendo a quien lo requiera, escuchando con amor a quien lo necesite, orando juntos por las necesidades de todos. Nuestro anuncio del Reino, y del gran valor profético y eficaz del Evangelio, lo hacemos, como tú, muchas veces desde situaciones precarias, realidades de prueba, enfermedad, pobreza, limitaciones, oscuridad, crisis ante tanto caos mundial, vivido en todas partes, en lo cercano, en lo lejano, a nuestro alrededor. Considerando todas estas situaciones difíciles, “tan grandes males que fuerzas humanas no bastan a atajar este fuego de estos herejes con que se ha pretendido hacer gente, para si pudieran a fuerza de armas remediar tan gran mal, y que va tan adelante” (C3,1), hemos comprendido, como tú, que es la oración y la vida espiritual las que tienen el poder de transformarnos y no las armas mortales y las guerras entre hermanos.

 

SERVIR

Cuando te contemplamos en tus desplazamientos difíciles por los caminos polvorientos de Castilla, enfrentando obstáculos y superando realidades adversas, nos sentimos impulsados a responder también nosotros a las urgencias de la Iglesia y el mundo, fundando, como tú, “pequeños palomarcitos”, que nosotros llamamos Ciudades de Dios, que acogen a los más necesitados y brindan a Dios mismo a las personas. Ellas ofrecen la posibilidad de un encuentro orante con Él, pues es lo único que tenemos para ofrecer, lo único que verdaderamente es significativo y eficaz para tender la mano a la humanidad, porque bien sabemos que “estáse ardiendo el mundo”,  grito clamoroso que brota de tus entrañas de madre y que llega hasta nosotros, impulsándonos a correr a auxiliar a todos, a llevarles paz, sanación interior, vida fraterna, comunión en el amor, amistad, familia, experiencia de oración transformante, “trato de amistad con quien sabemos nos ama”, con Él que es el Señor y el amor de nuestra vida. Él nos permite que lo compartamos con los demás.

Los conventos que fundaste fueron una respuesta-semilla para las necesidades de tu tiempo. Nosotros también, como tú, soñamos con fundar, en el nombre del Señor, muchos pequeños espacios de comunión, de vida orante, de trato fraterno, espacios de humanización, de dignificación de las personas. Es una labor realizada a través de los pequeños signos de servicio y amor caritativo de cada día. Sabemos que no necesitamos grandes y heroicas acciones para llevar el amor de Dios a los demás, pues comprendimos que todo lo que un ser humano haga por otro, como fruto del amor y la compasión, es anuncio profético del Reino. Dios se vale de todo y de todos para manifestar su amor, para salvarnos a todos, para aproximarse a cada uno. Nos anima mucho pensar en las palabras de Jesús cuando afirma: “Todo lo que hiciste a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hiciste” (Mt 25,40), incluso haciéndolo sin pensar de manera consciente en que lo servimos a Él. Comprendimos que la misericordia es una fuente de salvación para todo el que obra el bien, aunque no lo haga plenamente consciente de que lo hace por Dios. Las Ciudades de Dios son experiencias de oración, compasión y misericordia para todos.

¡Cuánto nos han ayudado tus enseñanzas sobre la vida sencilla de la comunidad! Los principios humanos y espirituales que nos diste son el fundamento y la base para intentar construir cada día esas pequeñas familias de vida, fraternidades orantes que se ponen al servicio de todos, convirtiéndose en faros de luz que iluminan el camino de tantos y constituyen un signo de esperanza en medio de un mundo plagado de individualismo, de egoísmo y de búsqueda de una realización personal a base de pisotear a los demás para conseguir el éxito, la fama y el bienestar personal a toda costa.

Mucho nos inspira la comunidad teresiana y apostólica, conformada por 13 personas que representan a Jesús y a los doce apóstoles, como lo entendiste tú, madre Teresa. Nuestras pequeñas comunidades quieren replicar ese modelo; de allí que han nacido las Aldeas de la Misericordia, conformadas por trece familias, una de ellas que hace las veces de coordinadora, formadora y directora de la experiencia. Son familias hermanas que comparten la experiencia nueva de un mundo nuevo, pequeño, amoroso, eficaz, aun en medio de las dificultades.

Nuestras comunidades religiosas y laicales, nacidas en las Ciudad de Dios de Villa de Leyva, pretenden ser también fermento de amor y paz en muchos lugares, es decir, en muchas Ciudades de Dios donde procuramos implantar con modestia un estilo de vida evangélica y teresiana que sea lenguaje de amor para los habitantes del lugar, evangelio vivo sin muchas palabras, predicando más desde la vida que desde una forma teórica de hacerlo. Tú nos enseñas que “la mejor manera de descubrir si tenemos el amor de Dios es ver si amamos a nuestro prójimo”: “La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor al prójimo; porque si amamos a Dios no se pude saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo sí. Y estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras. En esto yo no puedo dudar”. Amando a los hermanos estamos amando al Señor y dándolo a conocer allí, en esos lugares donde nos está llevando, generalmente en las periferias, en las selvas y lugares más pobres, donde la gente tiene mayor hambre de Dios y sed de vivir su fe en compañía de hermanos que los acompañen y ayuden a caminar.

Quisiéramos que el evangelio fuéramos nosotros mismos y nuestra manera de seguir al Señor, de relacionarnos con Él, de vivir nuestra fraternidad y nuestro servicio a los otros. Comprendemos que es tiempo de callar, de proclamar desde el silencio una forma nueva de anuncio de la Verdad, del Amor auténtico, del Camino que salva, de la Vida verdadera; es tiempo de anunciar a Jesucristo con signos nuevos, elocuentes por su sencillez, humildad, naturalidad. No es la prepotencia y los bellos discursos lo que cambia el corazón de las personas sino la proximidad, la cercanía, el encuentro persona a persona, la paz que se comunica, la oración que se hace en compañía de otro, la fe que se comparte, el pan escaso que se bendice y se reparte, la alegría y la esperanza que se siembra, y, en definitiva, es la permisión de que el Reino de Dios se haga presente entre nosotros, entre la vida cotidiana de las personas, lo que en verdad nos salva, anima y alienta a continuar luchando día a día, hasta llegar a la meta del encuentro amoroso y definitivo con el Padre en su casa. Hemos comprendido que somos cirineos de los demás y ellos de nosotros, y mutuamente nos ayudamos a recorrer el camino de nuestra existencia, cantando las alabanzas del Señor y haciendo más llevadero el peso de la cruz de los hermanos. Estos, madre Teresa, son nuestros “pequeños palomarcitos” hoy.

Madre Teresa, no se imagina el gran bien que ha hecho a mi alma esa invitación que nos hace a “dar ese poquito que hay en mí”. Ante las grandes crisis que vivimos, en Colombia y en el mundo, crisis crecientes, aunque pareciera que podemos decir cada vez que “ahora si es el culmen de la crisis”, que hemos llegado al tope, y sin embargo surgen cosas cada vez más difíciles y retos mayores, tú nos incitas a dar nuestra respuesta haciendo el aporte que podamos, desde lo que tenemos. Tú nos dices, hablando de las grandes dificultades que estaba viviendo la Iglesia en Francia y las guerras de religiones que se presentaban: “Diome gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que éstos fueran buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiando en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por Él se determina a dejarlo todo (…) todas ocupadas en la oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen a los que ha hecho tanto bien, que parece le querían tornar ahora a la cruz estos traidores y que no tuviese a donde reclinar la cabeza” (CV1,2).

Aquí encontramos una gran lección de vida para nosotros: nos enseñas a ser solidarios con los problemas de la Iglesia y el mundo; a orar, haciendo de nuestra oración el aporte significativo para ayudar a los demás; a ofrecer la vida entera para ayudar a salvar aunque sea una sola alma; a procurar que los amigos de Jesús sean buenos y fieles a la vocación recibida. “Hacer ese poquito que era en mí”, es decir, aportar cada uno lo poquito que tiene, poquito que es mucho cuando se dona con amor y en comunión con los otros; ayudar a los demás a aportar eso que tienen y que son; vivir con perfección los consejos evangélicos impulsando a los demás para que también lo hagan; ejercitarse en la confianza en el Señor; “todos ocupados en la oración”; apoyar a los que trabajan  por la Iglesia y la defienden, y, en definitiva, ayudar en lo que pudiéremos al Señor.

Como carmelita y consagrado, dedicado a servir al Señor desde la pequeñez y pobreza, poniéndome siempre a disposición del Espíritu Santo, para que Dios haga con mi vida lo que a bien le parezca, me he arriesgado a enfrentar grandes retos, como por ejemplo la apertura de estas casi treinta Ciudades de Dios, que se han iniciado como signos de bendición y esperanza para muchos pobres y desvalidos. Lanzarme a hacer “ese poquito que hay en mí” me ha llevado a contagiar entusiasmo y valor para que otros también se animen y se sumen a la causa del Reino, y juntos nos pongamos a trabajar por el bienestar espiritual y material de los hermanos más necesitados. Tu magisterio posee una fuerza tan grande, que comunica potencia espiritual, fuerza impensada y valor inimaginable para lanzarse a abrir caminos nuevos, contando incluso con los propios límites personales, de los cuales Dios también se vale, pues sabe sacar de los grandes males, grandes bienes. Esto nos ha llevado a crecer en la fe, a vivir en la esperanza y a donarnos en el amor, sirviendo a Jesús en sus amigos predilectos, que son los pobres.

 

AMAR

Todo esto lo hemos realizado en compañía de los amigos, pues tú, madre Teresa, me has enseñado el gran valor de los “amigos en el Señor”, “amigos fuertes de Dios”. La amistad es una herramienta que posee un valor incalculable en la vida espiritual y en la evangelización, y en esto tú eres maestra. Nos enseñaste que la vida consagrada y el seguimiento de Jesús sólo se puede hacer en compañía de otros, cuyo amor, fe en el Señor y arrojo para enfrentar las obras y los riesgos por los demás, nos hace hermanos amigos en el Señor.

Tú me has enseñado el amor apasionado por la madre Iglesia, amor que se ha hecho colectivo en nuestra comunidad. La Iglesia, que en estos momentos sufre por tantas persecuciones, ataques a sus ministros, desmotivación entre los jóvenes para asumir el servicio como consagrados, ataques que pretenden hacer perder credibilidad en ella. Estas realidades nos llevan a nosotros a amar más a la Iglesia y a luchar por protegerla, defenderla, a solidarizarnos con todos los emprendimientos que ella nos presenta, y de manera especial a acoger con amor, fe y gratitud el mensaje que el Papa Francisco nos hace llegar a cada momento, en su empeño por construir una Iglesia más cercana y presente en las realidades del mundo actual.

Otro de tus grandes regalos ha sido el comunicarnos la cercanía, la amistad y relación con nuestro buen padre san José. Lo hemos descubierto como alguien muy cercano, amigo, compañero de camino, protector de nuestra Comunidad, comprometido con nuestro trabajo de solidaridad con los pobres, gestor de proyectos, padre espiritual, maestro de oración, inspirador del trabajo humilde y servicial, protector de las familias, y encargado del sostenimiento, también material, de toda esta obra gigante que el Señor nos ha encomendado desde las Ciudades de Dios. Son cientos de testimonios los que pudiéramos compartir sobre la acción y ayuda concreta, eficaz e inmediata de san José en nuestra labor diaria. Antes, nuestra relación con san José era muy general y no pasaba de ser una simple devoción. Ahora, gracias a tus enseñanzas, se ha convertido en un compañero de camino que trabaja codo a codo con nosotros en nuestras labores diarias. No es una devoción, es una relación de persona a persona lo que nosotros experimentamos en este camino, sintiendo su invitación permanente a estar ocultos, pero a la vez presentes y activos en todas nuestras empresas. Reconocemos que Dios se ha valido de su buen padre para realizar la gran mayoría de los proyectos que hemos emprendido en las diferentes Ciudades de Dios, nacidas en Colombia y en Venezuela. A él le encomendamos nuestro camino de santidad, de vida comunitaria y nuestra protección permanente.

El doctorado que el papa te ha otorgado es el reconocimiento de que en verdad eres una maestra de vida y oración, maestra de la vida diaria, maestra del trato de amor con el Señor y con los hermanos. Tu magisterio es práctico, real y concreto. Ciertamente eres maestra entre los maestros y por eso cercana a todos, aun cuando tu lenguaje sea al principio un poco difícil de asimilar. Sin embargo, una vez familiarizados con él, es imposible dejar de leerte y escucharte, porque tú nos enseñas a leer y comprender el Evangelio del Señor y a ponerlo en práctica.

Regálanos tu bendición cada día, madre Teresa, y ayúdanos a seguir construyendo el Reino de Dios en estos tiempos recios, tiempos difíciles para la Iglesia y el mundo.

Fr. José Arcesio Escobar E., ocd