EL REINO DE DIOS CONSTRUIDO CON LA FRAGILIDAD HUMANA

Dios escogió lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a fin de que en su presencia nadie se gloríe (1Cor 1,28)

Llevamos este tesoro en frágiles vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros (2Cor 4,7)

 

Es sorprendente lo que puede hacer Dios cuando combina la fragilidad humana, la misericordia y el amor. Son tres ingredientes salvíficos que Dios sabe aprovechar bien, asumiéndolos primero Él en su proyecto de vida salvadora, a través de Jesús, y luego aplicándolos a cada ser humano como camino de salvación y de vida eterna.

La fragilidad humana

A Dios le pareció bien salvar a la humanidad a través de la fragilidad humana, en la cual incluyó a su propio Hijo. Jesús, al hacerse hombre, “se despojó de su categoría de Dios y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6-8). Dios habría podido salvarnos desde su poder infinito, utilizando medios extraordinarios, fáciles, sin dolor, instantáneos, doblegando al hombre a su voluntad de manera forzada, sometiéndolo al poder de su brazo, para que se cumpliera en la humanidad el propósito inicial con el cual Dios nos creó. Sin embargo, ha preferido actuar desde la humildad, desde la pobreza y la fragilidad, seduciéndonos; ofreciendo su camino de amistad, de salvación y de redención, sin imponer nada a la fuerza, tan solo como un humilde ofrecimiento de amor y fe para quienes lo quieran recibir.

La garantía de que Dios está obrando en los hombres y de que ellos están aceptando su camino está en la capacidad de ponerse a los pies del Señor, con reconocimiento de los propios errores y pecados,  de los límites y fragilidades, dispuestos a colaborar con la gracia ofrecida de manera gratuita por el Señor, haciendo cada uno lo que pueda por responder a tan insigne oferta de amor salvador. Dios solo necesita la colaboración del hombre y la disposición para dejarse sumergir en el misterio de su amor salvador. El hombre transformado por Dios sigue siendo frágil, débil y limitado, incluso tentado por el mal y, en ocasiones, vulnerable ante las seducciones del maligno, de tal manera que Dios tuvo que inventarse mecanismos de misericordia para rescatarlo una y otra vez  del pecado, del mal y de la muerte. Por eso, “donde abundó el pecado, sobreabunda la gracia” (Ro 5, 20). De allí que Dios nos regale una y otra vez la oportunidad de reconciliarnos, de volver a Él, de volvernos a subir a su barca, aunque muchas veces nos bajemos de ella e incluso lo abandonemos a Él real y efectivamente.

Lo más significativo es que Dios quiere salvarnos a través de la fragilidad. Cuando contemplamos a Jesús hecho Hombre, nos maravillamos de que haya asumido las categorías humanas, los límites humanos, las necesidades humanas, la capacidad de sufrir las traiciones de los hombres, los rechazos, la violencia, e incluso hasta la misma muerte causada por los humanos. Realmente se hizo hombre, como los hombres, para salvarnos. De allí que sea importante mirar a las personas con la mirada de Dios, con la capacidad de comprender su fragilidad y sus posibilidades de equivocación y de error.

Cuando contemplamos a Jesús necesitado de treinta años para prepararse a asumir su definitiva misión de dar la vida de manera total, incluso de forma física, para que pudiéramos nosotros tener vida en abundancia, nos maravillamos, pues bien podría haberlo hecho de manera más fácil y poderosa. Sin embargo se sometió a la vivencia de todo lo que la fragilidad humana implicaba, y así fue uno de los nuestros. Sintió dudas, hambre, sed, decepciones, cansancio, miedo hasta derramar gotas de sangre en el huerto, incertidumbre, abandono, tristeza, rabia, decepción frente a la gente que no acogía su palabra, su mensaje y su salvación, decepción ante los discípulos, que no pudieron acompañarlo y velar con Él, y que tampoco entendieron su mensaje y buscaban puestos de honor. Es más, muere como un fracasado, despojado de todo, hasta de sus vestiduras, de sus discípulos y de sus seres más queridos; muere sintiendo sed infinita de justicia, de amor, de comprensión; muere extenuado, sin fuerzas, desangrado, lleno de dolores, sintiéndose abandonado hasta de su propio Padre. Con todo, Jesús vive hasta el final amando, llegando al extremo y poniendo su fragilidad en manos del Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Lo entregó todo.

Jesús entra a Jerusalén como Rey, pero lo hace en una modesta burrita; es aclamado no por una corte de grandes señores y ricos monarcas, sino por los niños hebreos y por la gente del pueblo, por la gente sencilla; Jesús recibe una gran bienvenida pero a través de gestos casi ingenuos, como por ejemplo extender mantos y ropas por tierra para que él pasase sobre ellos, o ramas de árboles que cortaban algunos para alfombrar la senda por donde pasaba; todo esto como signo de acogida, inicialmente, por todos aquellos a los que viene a traerles la novedad del Reino de Dios. Él es el Rey que viene “en el nombre del Señor” y se presenta frágil, acogido por personas frágiles, todos envueltos, sin embargo, en un deseo grande de amar al Señor y de demostrarle su aprecio y su afecto. Esta acogida sencilla muestra acciones del corazón frágil y pobre de los hombres frente a un Dios frágil y pobre, que se encarnó asumiendo toda esa condición humana; con ella construye caminos de salvación y redención para el mundo.

Nuestra fe cristiana nos lleva a reconocer en esa entrada triunfal de Jesús en Jerusalén al Rey y Salvador que camina hacia la Pascua, esto es, hacia la muerte y resurrección, caminos extraños de salvación para un Dios todopoderoso. Nuestra fragilidad humana puede ser un gran tropiezo para nuestro camino y realización, pero, en Dios, puede convertirse en un arma poderosa de bien y bondad para salvarnos y generar cambios significativos en cada uno. No rechacemos la fragilidad y mucho menos a los frágiles y vulnerables, pues de ellos es el Reino de los Cielos, si es que entramos en la dinámica salvadora del Señor.

 

La misericordia

Somos hijos de Dios, esto es, seres cubiertos y transformados por la misericordia del Señor, que nos acoge desde su inmensa bondad. Somos, de igual manera, seres llenos de miseria, recogida por Dios al tomarnos y amarnos, y transformada en fuente de salvación, hasta el punto de que por nuestro pecado y miseria, pasados por su misericordia, nos transforma en hijos suyos. Dios tiene la capacidad de mirarnos más allá de esas fragilidades y limitaciones humanas y acogernos en su corazón lleno de comprensión y bondad, perdonándonos todo lo que no contribuya a ser lo que somos según Su proyecto, pues fuimos creados por Dios a imagen y semejanza suya, destinados a ser felices y a vivir eternamente en su presencia, en su compañía y en su amor. La misericordia de Dios no tiene límites; Él se muestra y se comporta con nosotros como Dios, es decir, como misericordia plena y eficaz.

Ser misericordiosos con los demás es la consecuencia de sentiros perdonados y amados misericordiosamente por Dios. Damos de lo que de Él vamos recibiendo, pero es necesario que tomemos conciencia de esta gran verdad, de esta forma de actuar Dios con nosotros, para poder, del mismo modo, obrar misericordiosamente con los hermanos. Como consecuencia de esto, hemos de asumir actitudes de no juicio frente a los demás, de no condena, de no violencia o desamor, al contrario, llenarnos, con la ayuda del Señor, de sentimientos y acciones de apertura, acogida, misericordia, ternura, valoración del otro, aceptación incondicional, respeto profundo ante el misterio del otro que también, como yo, es habitado por Dios; hemos de  buscar en todo el bien, obrar bien, que en definitiva, es apropiarme de las obras de misericordia y asumirlas como estilo de vida cotidiano.

 

El amor

Cuando leemos y meditamos la pasión de Cristo, comprendemos que el camino que Dios escogió para salvarnos a través de su Hijo y para promovernos en todo lo que significa la dignidad humana, fue el amor. Un amor capaz de sobrepasar toda la fragilidad humana, incluso el pecado, para acogernos, para acoger nuestra miseria transformada en camino de misericordia y de perdón. Es el amor el que cambia el mundo, es el amor el que llevó a Jesús a morir, a comprometerse hasta el extremo con la realidad total del ser humano, hasta entregar su vida para que nosotros tengamos en Él vida en abundancia. De allí en adelante, el parámetro del amor se mide por la capacidad de dar la vida, de amar hasta el extremo a los demás, como lo hizo Jesús, sin exigir nada a cambio, ni siquiera el pretender que los demás cambien para poderlos querer o para considerarlos dignos y beneficiarios de nuestro amor.

Dios construye su Reino con nosotros desde nuestra propia fragilidad. Es insólito que Él busque los seres más limitados, los más torpes, muchas veces, incluso los más pecadores, para contar con ellos en la construcción de un mundo nuevo para todos. Nosotros hemos comprendido que las personas más limitadas, desde nuestras Ciudades de Dios, se convierten en centro de nuestra vida, en fuente generadora de amor, de cariño, de atención y bendición para todos. Es más, nosotros mismos, los que hemos sido escogidos por el Señor para llevar adelante esta obra, nos reconocemos como personas muy frágiles, muy débiles en muchos campos y dimensiones de la vida; algunos de nosotros hemos sido rechazados en otras comunidades por no responder al perfil que en esos lugares se necesita para ser aceptado y permanecer allí; no obstante, hemos sido llamados por el Señor para construir su Reino desde las Ciudades de Dios, lugares de fragilidad, de  amor y de misericordia para todos, comenzando por nosotros mismos, beneficiados por el amor y misericordia, por la comprensión del Señor y de los hermanos para con nosotros. “Sed misericordiosos porque su Padre celestial es misericordioso con ustedes” (Lc 6, 36). No podemos olvidarnos de esta dimensión de la misericordia pues los primeros misericordiados en este proceso de amor y salvación somos nosotros.

Amarme como soy; amar y aceptar a los demás como son; acogernos todos como somos y ponernos en camino de amor y servicio al Señor y a los demás, es tarea salvadora para todos y fuente de realización y felicidad. Lo débil del hombre es tomado por Dios y trasformado en fuente de salvación, cercanía, ternura, servicio para todos.

Asumamos nuestra fragilidad y la de los demás, llenémonos de misericordia para con nosotros mismos y para con los demás, amémonos como somos y amemos a los otros, y así lograremos realizar el ideal de Dios en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestros hogares, en nuestras Ciudades de Dios y en el mundo entero. Fragilidad, misericordia y amor son fuentes de bendición y camino de santidad, de transformación del ser humano; son posibilidades de construcción de una familia universal nueva que, centrada en Dios, cambia el mundo entero. Somos agentes de misericordia y amor por parte del Señor que, asumiendo nuestra debilidad, nos hace fuertes en Él y nos lanza a ser discípulos misioneros capaces de hacer nuevas todas las cosas y de darle un rumbo nuevo y un sentido nuevo a la existencia de todos. Construyamos el reino de Dios desde nuestra fragilidad humana, transformada en fortaleza por el poder del amor y de la misericordia del Señor. “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso con vosotros” (Lc 6, 36).

Para no caer en el orgullo ni en la autosuficiencia, incluso en la posibilidad de olvidarnos de Dios para obrar en nombre de Dios, recordemos siempre que “llevamos este tesoro en frágiles vasijas de barro, para que una gracia tan grande no parezca nuestra sino suya” (2Cor 4,7). Erradiquemos para siempre de nuestra vida el fariseísmo, la discriminación, el mal trato hacia los otros y el juicio condenatorio que a veces nos invade. Aceptemos nuestra propia realidad y permitamos que Dios acontezca en nuestra vida, siempre para mayor gloria de Dios y para el servicio humilde y amoroso a los hermanos. Dios nos ha salvado en Jesús y estamos alegres y agradecidos con Él.

 

Fr. José Arcesio Escobar E., ocd

Villa de Leyva, 5 de abril de 2020