DE LAS SEMILLAS ACTUALES DE SANTA TERESA

LOS SACERDOTES Y LAS SACERDOTISAS DE LAS CIUDADES DE DIOS

Profetas, Sacerdotes y Reyes

 

Villa de Leyva, 24 de agosto de 2019

 

En este día 24 de agosto, fecha en que celebramos y revivimos el momento fundacional de nuestro Carmelo Teresiano, quiero reflexionar un poco sobre lo que llevó a la santa Madre Teresa de Jesús a lanzarse a esa loca aventura, de amor y oración, de fundar un Carmelo contemplativo, contando tan solo con cuatro jovencitas, inexpertas e indefensas, que tuvieron que enfrentarse a la violencia, descalificación y rechazo de muchos, tanto eclesiásticos como civiles, que querían a toda costa impedir que tal empresa oracional siguiera adelante.

La madre Teresa de Jesús funda el Carmelo de san José el 24 de agosto de 1562, dando inicio así al nacimiento del Carmelo Descalzo, una gran familia que daría origen a una espiritualidad nueva en la Iglesia y a un camino de santidad para muchos. Nosotros somos herederos de esa tradición y disfrutamos del privilegio  de ser hijos de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, y hermanos de muchos santos del Carmelo.

Ante la grave situación que vivía la Iglesia del siglo XVI; de un lado, perseguida por diversos grupos anticatólicos, y de otro, manchada por escándalos de religiosos y seglares que no vivían con coherencia su vocación cristiana, la santa Madre decide dar respuesta, desde lo que ella podía, a ese clamor de tantos. Para reformar el Carmelo y hacer un aporte singular y significativo a la Iglesia, sin ser del todo consciente, claro está, del alcance que iba a tener su empeño, bastó su determinación de “hacer ese poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo” (C 1,2), como ella nos lo cuenta.

¿Qué era lo que la madre Teresa intuía, en el fondo de su corazón, como respuesta a las situaciones que vivían? Sin saberlo ni expresarlo explícitamente, la santa Madre intuyó que ella y sus monjitas tenían que vivir su dimensión sacerdotal a plenitud para poder ayudar a salvar a la Iglesia y al mundo, pues exclama con urgencia y con voz profética: “Estase ardiendo el mundo” (C 1,5). Ella incita a sus monjitas a vivir con coraje y compromiso fiel la misión sacerdotal que se les confiaba, expresada por ella de manera sintética en estos términos: “y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen a los que ha hecho tanto bien, que parece que le querrían tornar ahora a la cruz estos traidores y que no tuviese adonde reclinar la cabeza” (C 2,1).

Ahora bien, ¿en qué consiste la dimensión sacerdotal de todo cristiano? En la apertura a la gracia y a la acción de Dios Creador, Salvador y Redentor; a la salvación desde ella y con ella, de los demás. Consiste en la fidelidad a Dios y a su plan de amor salvador para cada persona. Cuanta más apertura a la gracia y acción de Dios, mayor es la vivencia de la dimensión sacerdotal que se tiene. De allí que podríamos afirmar que podría ser mayor la vivencia sacerdotal de una viejecita, de un campesino o de una persona sencilla del pueblo que de muchos de nosotros, los presbíteros ordenados; cumplirían más su función de sacerdotes esas personas que nosotros, los sacerdotes ordenados. Me refiero al sacerdocio bautismal, ya que el sacerdocio presbiteral o ministerial es otra realidad. El sacerdocio bautismal en la Iglesia es tan grande  y tan importante, que es previo al sacerdocio ministerial; este último está al servicio del sacerdocio común de los fieles.

La madre Teresa impulsaba la vivencia de esa vida sacerdotal en sus monjas, en sus carmelitas, para, abriéndose a la gracia, incidir en la vida de la Iglesia universal. Es un sacerdocio vivido desde la oración, la vida fraterna y el servicio a todos, ofreciéndolo todo por los sacerdotes y predicadores y por aquellos que llevan en hombros el peso de la Iglesia:

“¡Oh hermanas mías en Cristo! ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; éste es vuestro llamamiento, éstos han de ser vuestros negocios, éstos han de ser vuestros deseos, aquí vuestras lágrimas, éstas vuestras peticiones; no, hermanas mías, por negocios del mundo; que yo me río y aun me congojo de las cosas que aquí nos vienen a encargar supliquemos a Dios, de pedir a Su Majestad rentas y dineros, y algunas personas que querría yo suplicasen a Dios los repisasen todos. Ellos buena intención tienen y, en fin, se hace por ver su devoción, aunque tengo para mí que en estas cosas nunca me oye. Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo? No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia” (CV 2,5).

Con esto, las primeras carmelitas contemplativas estaban entregando su vida y abriendo caminos insospechados de bendición y salvación para todos nosotros, del mismo modo que nosotros podemos y debemos hacerlo en este momento, viviendo nuestro sacerdocio bautismal de manera original y creativa, y posibilitando formas y espacios propios donde la gente pueda vivir su relación con Dios de manera fluida y experiencial.

Cuando alguno de los hermanos o hermanas de nuestra comunidad, cuando uno de nuestros abuelitos, de nuestros jóvenes o niños, vive con pasión y fidelidad su compromiso cristiano desde su realidad y condición, está ejerciendo su ministerio sacerdotal en bien de todos nosotros y de toda la humanidad. Hasta allá tienen alcance nuestra vida y nuestras acciones cotidianas, por pequeñas que sean, gracias a esa dimensión sacerdotal que poseemos al formar parte del Pueblo de Dios.

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Los cristianos participamos del mismo y único sacerdocio de Cristo, y lo vivimos de dos maneras diferentes: como laicos que pertenecemos al pueblo de Dios, o como presbíteros ordenados; sin embargo, ambos provienen del mismo y único sacerdocio de Cristo. Tanto el Papa como los arzobispos, los obispos y los diáconos pertenecen a una única categoría, la categoría de los presbíteros. El Papa, como bien lo señala el papa Francisco, es el obispo de Roma, pero participa de la misma consagración presbiteral de la que participan todos los otros presbíteros. De allí que en la Iglesia existen sólo dos categorías, la de los presbíteros y la de los laicos, y todos ellos han sido llamados a vivir el único sacerdocio de Cristo, aunque, repito, lo viven de diferente manera según la llamada que el Señor les haya hecho y la misión que se les haya otorgado.

Por eso, creo yo, la mayor dignidad que se tiene es la de ser hijo de Dios y pertenecer a su Pueblo, a su Iglesia, viviendo las tres dimensiones propias del cristiano: ser sacerdote, profeta y rey. Podemos preguntarnos, entonces: ¿cualquier bautizado es sacerdote? A lo cual responderemos que todo bautizado es no solo sacerdote, sino también profeta y rey, en cuanto que participa de estas tres categorías o dignidades propias de Cristo. Por medio del sacramento del bautismo se recibe la gracia de participar en estas tres funciones cristológicas, que se van haciendo realidad en la medida en que cada cristiano vaya viviendo su identidad bautismal. Con esto quiero decir que no basta celebrar el rito bautismal para considerarse ya plenamente cristiano. El rito bautismal abre la puerta e introduce en la vida de la Iglesia a quien se bautiza, pero realmente el bautismo es un proceso progresivo que dura toda la vida, en la medida en que vamos siendo introducidos día a día en el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Por tanto, es necesario diferenciar el rito bautismal como tal de la gracia de ser bautizado, que corresponde más bien al desarrollo de la vida bautismal. Lo mismo sucede con los otros sacramentos; estos son una realidad y un misterio en dinamismo y desarrollo permanente que culmina con la muerte y el ingreso en esa nueva dimensión escatológica que se nos ha prometido y que comienza a vivirse desde ya, en la medida en que nos apropiamos de nuestro ser de cristianos y lo vivimos en cada momento.

El Nuevo Pueblo que Dios ha creado participa de esas tres dimensiones o funciones cristológicas de manera permanente: sacerdotal, profética y real, como nos lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Jesucristo es Aquel a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido ´Sacerdote, Profeta y Rey´. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas” (n. 783).

Durante el rito bautismal, el ministro unge con el santo Crisma al recién bautizado, proclamándolo profeta, sacerdote y rey con estas palabras: “Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que te ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, te consagre con el crisma de la salvación para que entres a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de Cristo, sacerdote, profeta y rey”.

De allí que todos los bautizados seamos sacerdotes, porque Cristo, sumo sacerdote y único mediador ante el Padre y los hombres, ha hecho de la Iglesia “un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap1, 6; Ap 5, 9-10; 1P 2, 5-9). De allí que podemos afirmar con certeza que toda la comunidad de los creyentes es una comunidad sacerdotal.  Los cristianos ejercemos nuestro sacerdocio bautismal a través de nuestra participación en la triple misión de Cristo, cada uno según la vocación propia que ha recibido del Señor.

En el Catecismo de la Iglesia se afirma que, por medio de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, los fieles son “consagrados para ser…un sacerdocio santo” (LG10, Catecismo, 1546). Esto quiere decir que todos los bautizados gozamos de una gran dignidad, la dignidad sacerdotal en Cristo. Él hace partícipes de esta gran dignidad a todos los miembros de su Cuerpo Místico y de su Pueblo sacerdotal.

Jesús hace partícipes de su sacerdocio, de su vida y de su misión en el mundo a todos los fieles laicos, con miras a que cada uno ejerza un culto espiritual y convierta su existencia en una alabanza al Padre. De allí nace la tarea diaria de bendecir y alabar al Señor de manera ininterrumpida, en y desde el corazón, tanto en la asamblea como en la vida cotidiana. Pero la función sacerdotal que ejercemos no consiste solo en alabar al Señor, sino también en hacerlo presente con nuestras obras, y servirlo en los hermanos. En esto estriba nuestro ministerio sacerdotal, propio de todos: de los hombres y de las mujeres, de los niños, de los jóvenes, de las familias y de todo creyente. Nos dice la Iglesia que todos los laicos tienen la misión, al participar del sacerdocio de Cristo, de consagrar el mundo (LG 34), y es eso lo que nosotros intentamos hacer cada día, como familia de las Ciudades de Dios.

Nuestro Sacerdocio

Nosotros vivimos con pasión el ministerio sacerdotal de Cristo, ejerciéndolo con gozo cada día. Conformamos así, con entusiasmo y diligencia, la familia sacerdotal de Cristo; compuesta por sacerdotes y sacerdotisas que a diario hacen presente al Señor en medio de la comunidad, y prolongan su misión salvadora en estos pequeños espacios de fe, de amor y de anuncio del Evangelio, que se llaman Las Ciudades de Dios. Como tarea sacerdotal, los hermanos y las hermanas realizamos la alabanza permanente al Padre a través del rezo de la Liturgia de las Horas, la oración personal, el estudio de la Sagrada Escritura, la celebración de la eucaristía, y también a través del trabajo múltiple y concreto de servicio a los hermanos; cuidando en especial, la vida de los abuelitos, los niños, las familias que viven con nosotros y las que nos visitan; alabamos al Señor haciendo oración de intercesión por las necesidades de los que vienen y de toda la humanidad, compartiendo la mesa con alegría, ayudándonos mutuamente en el estudio, en la formación y en el crecimiento integral de todos, y a través de muchas otras tareas y actividades. Todo esto nos permite a los sacerdotes y a las sacerdotisas de las Ciudades de Dios, disfrutar de la presencia sensible y palpable de Dios entre  nosotros y colaborar con el anuncio gozoso de la llegada del Reino de Dios para todos. Con estas actividades diarias sentimos que Dios está salvándonos,  y que lo hace a través de nosotros mismos, siendo cada uno también salvación para los demás, en la medida en que ejercemos ese ministerio sacerdotal, confiado a todos los cristianos.

Pienso yo que podríamos muy bien aplicar aquí la parábola de los talentos, de ese rey que se fue de viaje y encargó a sus criados la administración de sus negocios, dándole a cada uno, de acuerdo a sus capacidades, unos talentos, para administrarlos y hacerlos producir (cf. Mt 25, 14-30). Jesús ya no está de manera física, pero al irse nos deja su presencia, que sentimos directamente y también a través de los hermanos y hermanas; a todos nos ha confiado unos talentos para que lo hagamos presente en la comunidad, de acuerdo a las capacidades de cada uno. Al confiarnos sus talentos, a cada uno nos confía su sacerdocio para que continuemos la expansión de su Reino; para que ayudemos a los otros y para que nos salvemos de nosotros mismos, de toda acción egoísta, de poner nuestra mirada sobre nosotros mismos y nuestros propios intereses particulares; para que nos dediquemos al cuidado de los demás, de los pobres y necesitados, de todos los que nos necesiten, colaborándoles en su caminar sencillo en la vida diaria. Así podemos ejercer con autenticidad y empeño nuestro sacerdocio. Un día llegaremos al Cielo y llevaremos a Dios ese puñado de signos de amor que, a partir de nuestros talentos, cuidados y cultivados, hayamos hecho producir para el bien de la Iglesia, que es todo el Pueblo de Dios.

Existen muchos ejemplos que podríamos citar sobre la vivencia sacerdotal de los hermanos y hermanas en las Ciudades de Dios; ellos ponen los talentos que Dios les ha regalado al servicio de la construcción de la Iglesia. Es el caso del Hno. Rodolfo Montes, Hermano Carmelita de san José que, a sus 42 años, se encuentra reducido a una silla de ruedas y vive, sin embargo, una honda experiencia sacerdotal desde la oración y el abandono en las manos de Dios. Durante muchos años Rodolfo quiso servir al Señor, pero le era difícil encontrar la forma de lograrlo. Repentinamente, cuando menos se lo esperaba y cuando la enfermedad parecía que le bloqueaba todas las posibilidades y esperanzas de evangelizar y de ayudar a los demás, Dios comenzó a tomarlo a través de su Santo Espíritu, y muchas personas, cada vez más, comienzan a buscarlo para que las escuche y para pedirle que eleve a Dios una oración por ellas. Rodolfo, en obediencia, se va dejando guiar; acoge a las personas, las escucha y hace de puente entre ellas y el confesor, logrando acercar a muchos al Señor. Las personas que acuden a buscar su ayuda reciben paz en su corazón, sanación espiritual y, algunos, sanación física. He aquí cómo se puede transformar la experiencia de sobrellevar una enfermedad como la de un cáncer con múltiples y dolorosas metástasis, en un vehículo de la presencia, el amor y el servicio al Señor y a los hermanos, es decir, en una experiencia sacerdotal de salvación que toca la vida y la existencia de muchos. Ahora este hermano permanece la mayor parte del tiempo sumergido en la presencia de Dios, en una oración contemplativa permanente, dado que casi no puede conciliar el sueño, ni de día ni de noche; se mantiene sereno, en medio de sus muchos dolores, ofreciendo al Señor su realidad y su estado de salud, y haciendo de todo esto una posibilidad de estar más cerca de Dios y de los hermanos, que lo buscan sin que nadie se explique cómo ni por qué, ya que Rodolfo no es conocido en Villa de Leyva y permanece generalmente retirado en su celda del noviciado. Para los que buscan y aman al Señor, todo les es posible.

Los cristianos somos sacerdotes cada vez que nos dirigimos a Dios para presentarle las necesidades de la humanidad. Ejercemos nuestro sacerdocio orando, siendo mediación ante Dios para los demás, ofreciendo sacrificios a Él por toda la Iglesia y la humanidad, convirtiéndonos en piedras vivas en la edificación de la Iglesia; así ejercemos nuestro sacerdocio, que es el sacerdocio de Cristo. San Pedro nos dice: “Ustedes también, como piedras vivas, sean edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1Pe 2, 5). Cuando hablamos de ofrecer sacrificios a Dios por el Pueblo, nos referimos a la vida de cada día, ofrecida con sus esfuerzos, luchas, logros y dificultades. Estos sacrificios se ofrecen a Dios para darle gracias por su presencia entre nosotros y para rendirle culto a Él, que es nuestro Dios y Señor.

La madre Teresa de Jesús vivió a plenitud su sacerdocio bautismal, a la vez que enseñó a sus hermanas y a nosotros a vivir esa dimensión tan especial de nuestro ser de cristianos. Hoy nosotros, sacerdotes y sacerdotisas de las Ciudades de Dios, hemos descubierto nuestra manera de ejercer ese sacerdocio a través de tres dimensiones o ministerios que son la oración, el amor y el servicio. Gastemos la vida en ello y alcanzaremos la santidad.

Fr José Arcesio Escobar E. ocd