LLAMADOS POR JESÚS

Fr. José Arcesio Escobar, ocd

Hay una certeza que mueve mi vida y la vida de muchos: Jesús me ama tanto que murió y resucitó por mí. El encuentro con Él ha cambiado mi vida radicalmente, me ha transformado, me ha hecho revivir, dio sentido a mi existencia y a todo lo que hago; Él es la fuente de mi alegría, mi gozo y mi esperanza. En Jesús confío plenamente y me siento seguro. En Él descanso y me siento salvado.

Esta es nuestra experiencia de Vida en la Ciudad de Dios; cada día sentimos y comprobamos que el Señor nos está salvando, que nuestra vida se ha transformado radicalmente desde que lo conocimos, pero especialmente desde que lo aceptamos en comunidad, es decir, desde nuestra Comunidad de Carmelitas de san José. Al venir a vivir a la Ciudad de Dios todo se transformó para nosotros, el Señor nos cambió; somos personas nuevas aun en medio de la lucha con nuestras propias realidades y las de los demás; sentimos una fuerza especial que nos conduce, nos anima y nos lleva a querer entregar la vida en el servicio, en la oración, en la fraternidad; nos impulsa a tolerarnos, a disimular los defectos de los demás y a querer que todos conozcan y amen al Señor. Nos sentimos como los primeros discípulos de Jesús, quienes después de su Resurrección sintieron que una fuerza nueva movía sus vidas y su actuar, que el Señor estaba vivo y caminaba con ellos. Eso es lo que nosotros podemos confesar en este momento, después de caminar varios años en esta experiencia de fe y amor: el Señor está vivo y camina con nosotros.

Cuando miro a Jesús sé hacia dónde voy, entiendo con claridad lo que debo hacer, cómo comportarme, de qué manera debo amar y proyectarme en el servicio a los demás. Entiendo que así como Él se des-vivió por mí y por la humanidad, mi misión es des-vivirme, es decir, entregar la vida, gastar la vida, donarla momento a momento hasta que se gaste totalmente, hasta morirme por haber amado y haber quedado despojado del todo, vaciado de mí mismo como lo hizo y lo hace Jesús, pues está vivo y se nos está entregando momento a momento a cada uno y a la Comunidad.

El momento histórico de la muerte y resurrección de Jesús es importante como hecho trascendental, histórico y salvífico, pero ahora lo que más importa es que sigue vivo en medio de nosotros, sigue actuando, animando, entregando su Espíritu, conduciendo nuestra Comunidad y nuestro proceso de crecimiento y camino hacia Él. Jesús está vivo, podemos confesarlo nosotros con toda certeza porque lo vemos, lo sentimos, lo palpamos cada día. Cuántos testimonios a diario podríamos contar de su acontecer en medio de nosotros.

Por ejemplo, ayer me sentí conducido por Él en las calles de Villa de Leyva, llevando su paz, su amor, su presencia y sanidad. Fue un día agitado, como todos los días, pero con paz en el corazón. Tuve que estar todo el día, desde la mañana a la tarde, de un lado para el otro: fui a la Alcaldía varias veces, al banco, a la notaría, al terminal de buses, etc. A cada paso me detenían por las calles, me llamaba el uno y el otro para pedir una bendición, una oración por una situación concreta, para contarme una dificultad, un dolor y, en definitiva, para pedir que orara por ellos y los encomendara al Señor. Un anciano carnicero, untado de sangre por todas partes, me llamó y me metió en el rincón de su pequeño negocio y, llorando, me decía que su esposa se había cambiado de religión, había convencido a sus hijos para que también lo hicieran, y que ahora lo tenían abandonado, arrinconado en su propia casa, que lo maltrataban permanentemente por estar adorando ídolos de barro y asistiendo a las eucaristías, y que lo querían sacar de su propia casa. Me decía que él no quería ser violento con ellos ni causarles mal alguno pero que no tenía a dónde ir, que por favor hiciera una oración para que el Señor le ayudara y su esposa cambiara. Otra señora me pidió la bendición en la entrada de su negocio de ropa usada y lentamente se fueron arrimando muchos, entre otros, una señora con cáncer, un niño enfermo, unas campesinas que pasaban, una señora que sufre de asma, etc, y poco a poco se iban uniendo a la oración unos y otros, de tal manera que no terminaba y, mientras oraba por unos, iban llegando otros a pedir que les impusiera las manos y los encomendara al Señor. Todo esto sucedía en una de las calles de Villa de Leyva, en un día corriente. Allí estaba aconteciendo el Señor. También algunos que pasaban en su carro pidieron que los bendijera. Algo similar me sucedió al llegar a la notaría y lo mismo a la alcaldía y al banco; en cada lugar alguno de los empleados o de los visitantes pedía la bendición y una oración. Ciertamente el Señor sigue vivo, caminando por nuestras calles y acompañando a nuestro pueblo, y lo hace a través de cada uno de nosotros.

Es bonito sentirse absolutamente limitado, pobre y abrumado por el trabajo y la falta de tiempo para hacerlo todo, pero a la vez bendecido por el amor del Señor y conducido de su mano, entregando a pedacitos los minutos que se necesitan para responder a tantos compromisos, y que se van gastando en la atención a todos los pobres que el Señor va colocando en nuestro camino. Son los minutos del día que se van desgranando uno a uno, queriéndolos reservar para cumplir las muchas obligaciones que se tienen, pero que el Señor pide entregarlos uno a uno por amor, de tal manera que se convierten en múltiples granos de amor de una mazorca desgranada con gozo y aceptación de la voluntad del Señor, viviendo al ritmo de Dios, de su tiempo y no del nuestro. Tengo que confesar que mi MINUSVALÍA se va convirtiendo en riqueza del Señor, pues, al no ser capaz de responder a tantas cosas, Jesús lo va haciendo todo y las cosas van resultando milagrosamente, por medio de personas que aparecen para ayudarnos, gestiones que se realizan casi solas, ayudas económicas que cubren infinitud de gastos que a diario tenemos, etc., y, sobre todo, la paz infinita en el alma que hace que no se pierda la serenidad, la confianza en el Señor y la unión permanente con Él. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”; donde abundó la debilidad, la incapacidad, la impotencia para responder a las mil exigencias del día a día, sobreabundó la presencia y la asistencia del Señor Resucitado que completa a cada momento lo que el límite humano no permite concluir. Así que nos sentimos llevados de la mano del Señor y conducidos sobre sus alas. Él está vivo, está con nosotros, vive entre nosotros, ha resucitado y conduce, cuida, forma, anima y sostiene nuestra Comunidad. Respondámosle con humilde fe y abandono confiado en su presencia y protección sobre nosotros, pobres y pequeños servidores del Señor. Nos ha enviado sin alforja, ni sandalias, ni túnica de repuesto, para que confiemos solo en Él y en su infinita misericordia, sabiendo que todo nos lo provee en el momento preciso y de acuerdo con las necesidades concretas del momento. No nos da nada para acumular sino para entregar. Recibir y entregar, orar y obrar, contemplar y servir, adorar y trabajar es nuestra misión.

Veamos lo que nos dice Jesús en su Palabra:

Después de esto, designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde Él había de ir. Y les dijo: La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino. En la casa en que entréis, decid primero: 'Paz a esta casa.' Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comed y bebed lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa. En la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos que haya en ella, y decidles: 'El Reino de Dios está cerca de vosotros' (Lc 10,1-9).

Cuando Jesús designó a “otros setenta y dos”, tú y yo estábamos allí en ese grupo, a pesar de que aún no habíamos nacido; cada uno de los llamados estábamos allí siendo designados por el Señor para tener una vida íntima con Él, “para estar con Él” y “enviarnos a predicar”. Por tanto, el llamado no fue solo para sus discípulos primeros y contemporáneos del Maestro; también cada uno de nosotros somos contemporáneos de Jesús, pues “Él es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8), y nos sigue llamando como a sus discípulos, a quienes “envió por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él”. No vamos en nombre propio, es en nombre del Señor que cada uno camina y cumple la misión. Preparar los corazones para el encuentro amoroso con el Señor es una de las tareas que nos competen a diario. El Señor mismo envía cada día a las personas con las que debemos trabajar, esas que van llegando a cada momento, sin que las busquemos, y es en ellas que debemos preparar la llegada del Señor o la actualización de su presencia. Jesús sigue llegando a los corazones y nosotros debemos preparar esa llegada, obrando de acuerdo con el carisma recibido y los elementos entendidos como norma de vida para nosotros: orar, amar, servir, acoger, escuchar, etc.

Pero no podemos ir solos, nuestra vocación es comunitaria, Él nos eligió para que viviéramos en comunidad, en fraternidad, que es el segundo punto de nuestra espiritualidad y carisma, dando la vida el uno por el otro y permitiendo así que Jesús esté en medio de nosotros. “Donde dos o más se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Es necesario trabajar con amor y diligencia, cada día, el Amor comunitario y la vivencia de la Unidad entre nosotros para que Cristo acontezca, para que viva entre nosotros y realice su acción salvífica y redentora en cada uno, en la Comunidad y en toda la humanidad. Somos mediación de esa gracia, pues somos el Cuerpo de Cristo resucitado, actualizado en la historia hoy. El testimonio de la unidad, es decir, “de dos en dos”, es esencial “para que el mundo crea” (Jn 17,21-23), para que Jesús se pueda hacer presente entre los hombres. Esto implica morir a cada momento, renunciar a nosotros mismos, dar la vida por Jesús que está en el otro, perder para ganar, confiar hasta el extremo, amar sin límites, creer sin límites, esperar y soportar sin límites.

“La mies es mucha y los obreros pocos, rueguen, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Somos pocos, ciertamente, para la envergadura del trabajo que se nos presenta como reto cada día y la misión que se nos encomienda. Por eso nuestra vida y nuestro trabajo parten siempre de la oración, para permitir que la obra sea del Señor y no nuestra. Es el primer punto de nuestra espiritualidad y carisma: “ORAR”. Es la razón por la que gastamos muchas horas al día, las que podemos, en el encuentro amoroso con el Señor, y el resto del tiempo trabajamos en su presencia, cuidando de esa relación amorosa con Él, haciendo de nuestra jornada una jornada de intensa oración y comunión con Él. Somos “contemplativos misioneros”, dos realidades que son una sola en nosotros, haciendo de la Oración, el Amor y el Servicio el fundamento de nuestra vida, realizándolo todo en el nombre del Señor y para gloria suya y bien de la Iglesia, es decir, de los hermanos.

Por eso no perdamos tiempo, ni un segundo, pues todo segundo es valioso y necesario en el anuncio del Reino. “¡Pónganse en camino!”, es el mandato del Señor, tarea que realizamos a diario, de manera consciente, al comenzar el día, al disponernos a la oración y la apertura para salir de nosotros mismos y enfrentar las actividades del día, asumiéndolas como “la misión” que el Señor nos encomienda, sin escoger nosotros lo que queremos hacer sino lo que Él quiere que hagamos. No podemos partir de nuestras seguridades para actuar, solo contamos con la confianza en Dios y lo que nos regale a cada momento para actuar; recordemos que seguimos a “Jesús Despojado”, y nuestra seguridad es no tener más seguridad que su promesa de “estar con nosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

No tenemos por qué tener miedo: “miren que los mando como corderos en medio de lobos”. Tendríamos que tener mucho miedo si nos defendiéramos por nosotros mismos, pero el Señor es nuestra defensa, “mi fortaleza…; mi roca, mi alcázar, mi liberador. Dios mío, mi escudo y peña en que me amparo, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Sal 17, 2-30).

Confiemos en Él y vayamos tranquilos por el mundo enfrentando todos los peligros, seguros de que no tenemos nada que perder y lo último que pueden quitarnos es la vida, la que voluntariamente entregamos por el Señor y por el Reino. Dejemos que siempre resuene en nosotros, ante los peligros, cansancios y desalientos, ese: “¡Ánimo!, no temas, yo estoy contigo” (Is 40,10).

Mirar a “Jesús Despojado” nos ayuda a confiar en el Padre misericordioso que provee lo necesario para la misión, para el camino. Por eso, mirando a Jesús aprendemos de su confianza ilimitada en el Padre, que cuida de los pájaros y los lirios del campo (Lc 12,27). De allí que nos invite a salir hacia la misión sin seguridades humanas: “No lleven talega, ni alforja, ni sandalias”. También nos sugiere centrarnos en la misión concreta que nos asigna, sin distraernos en otras cosas que, aun siendo buenas, no responden al encargo que se nos hace. “No se detengan a saludar a nadie por el camino”. Aquí es fundamental el discernimiento para saber elegir siempre desde la voluntad de Señor, sin caer en la tentación de la eficacia y el activismo, y menos aún en la trampa de los aplausos, aprobación y reconocimientos humanos.

Somos depositarios, portadores de la paz del Señor, y estamos autorizados por Él mismo para donarla a los demás. Nuestra vida interior ha de ser tal que con nuestra sola presencia comuniquemos paz a los demás, pues somos transmisores de la real presencia del Señor entre nosotros: “Cuando entren en una casa, digan primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos su paz”.

No podemos vivir buscando nuestra propia comodidad, al contrario, hemos de desacomodarnos para buscar la comodidad y el bien de los hermanos. Hacer felices a los otros es un fruto concreto de nuestra determinación de amar. Acoger con amor las incomodidades de la misión ayuda a crecer espiritualmente, despojándonos de nosotros mismos: “Quédense en la misma casa, coman y beban de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No anden cambiando de casa. Si entran en un pueblo y los reciben bien, coman lo que les pongan”.

Es posible que aún no hayamos descubierto el tesoro que el Señor ha puesto en nuestras manos, la infinita riqueza que nos ha confiado para entregarla a los demás: “curen a los enfermos que haya”. Tenemos el poder y el mandato de Dios de curar a los hermanos enfermos. Esto nunca sabremos con exactitud cómo hacerlo. No tenemos fórmulas concretas y diagnósticos precisos como los tienen los médicos; nosotros obramos en fe y nos dejamos conducir por el Señor, haciendo una oración humilde y sencilla por los enfermos, encomendándoselos al Señor y confiando en su misericordia, que sabe obrar siempre el bien. No tenemos que hacer grandes cursos ni ser expertos para poder cumplir este mandato del Señor. Con humildad presentémosle al Señor la enfermedad y necesidades de la persona que solicita nuestra oración y con sencillez expresémosle nuestro sentir y petición de ayuda para ellos. No nos preocupemos de los resultados ni prometamos nada a la gente, tan solo invitémoslos a tener fe y confianza en el Señor y dejemos que Dios obre de acuerdo con su plan de salvación para cada uno. Por eso no debemos generar falsas expectativas en nadie, solo orar e invitar a creer en el Señor, que está presente y sabe mejor que nosotros lo que conviene a cada uno. Nosotros simplemente cumplamos el mandato que Jesús nos dio y dejemos a Él la respuesta a esa oración. No hagamos de ese momento una realidad medio mágica, dando la impresión de que sabemos fórmulas especiales o que nosotros somos personas superiores que tenemos poderes especiales. Lo único que tenemos es confianza en el Señor y deseo humilde de cumplir su mandato, que nos dice: “curen a los enfermos que haya”. Cuanto más sencilla y confiada la oración al Señor, mucho mejor y más eficaz. Invito a no gritar cuando se esté haciendo una oración de sanación o, incluso, cuando se tenga que enfrentar el mal presente en algunas personas y sea necesario ordenarle con autoridad a esa presencia del mal que salga de esa persona. No son los gritos los que hacen eficaz la oración sino la fe, la confianza y perseverancia, sabiendo que es el Señor quien lo hace todo y nosotros somos simples siervos inútiles que hacemos lo que el Señor nos manda. Cubrámonos con la sangre del Señor cuando hagamos ese tipo de oraciones e invitemos siempre a la santísima Virgen María a hacerse presente, a acompañarnos e interceder por nosotros.

Otro mandato concreto que nos hace el Señor es: “Digan que está cerca de ustedes el reino de Dios”. Inicialmente es un dato de fe, pero también es una convicción fundamentada en la experiencia que diariamente vamos teniendo de la presencia del Señor entre nosotros y su acontecer en las Ciudades de Dios y en todos los lugares. Es la oportunidad para dar testimonio de “lo que hemos visto y oído, lo que hemos tocado con nuestras manos” (1Jn 1,3); es la oportunidad para contar alguno de los tantos signos que el Señor nos ha regalado y que al compartirlos ayudan a afianzar la fe de los hermanos que se nos acercan. El corazón orante y humilde sabe captar la presencia del Señor a cada momento y da testimonio de ello, compartiendo con los demás lo que Él le permite ver, sentir, comprender. Igualmente, es la invitación para colaborar y contribuir en la construcción de ese Reino de Dios que Jesús nos ofrece, convirtiéndonos en personas orantes que escrutan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. Al terminar cada encuentro debemos procurar que la gente se vaya con ganas de buscar al Señor, de orar, de amar, de servir, y no simplemente de admirarse porque Dios ha hecho obras grandes en nosotros, pero sin sentirse invitados a participar en la dinámica de salvación y liberación que Jesús nos ofrece a todos: “Vayan y hagan discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19-20).

Somos todos y cada uno los nuevos discípulos del Señor, discípulos del siglo XXI que debemos acoger y actualizar el mandato del Señor, dado a sus apóstoles, pero actualizado en nosotros.

Nuestra confianza en el Señor y en la misión que nos encomienda ha de ser total, sin límites, y para eso debemos tener corazón de niño. Somos simples trabajadores del Amo de casa que sabe llevar adelante su campo y su cultivo del Reino de los cielos; Él nos dice: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo” (Cf Mc 4,26-34). Esa es exactamente nuestra experiencia en las Ciudades de Dios. Las pequeñas semillas que se han sembrado han ido creciendo solas, sin que nos demos cuenta, y con frecuencia nos asombramos cuando caemos en la cuenta de lo que estamos viendo, en cuanto a construcciones físicas y espacios armónicos, pero, sobre todo, cuando contemplamos la gran familia, las personas que el Señor va sumando a la Comunidad, casi sin darnos cuenta, trayéndolas una a una de la manera más insólita e inesperada posible. En fe hemos sembrado y la cosecha ahora es visible. Los pobres son evangelizados y viven dignamente y todos nos sentimos felices, amados y en camino hacia el Cielo. Solo tenemos que confiar, orar, trabajar, esperar. En Dios lo podemos todo, en Él estamos seguros. Él es el Señor de nuestra casa y en Él nos refugiamos al calor de hogar.

Nuestra Señora de las Ciudades de Dios: humildemente te pedimos que nos acompañes y guíes en este caminar maravilloso y complejo del anuncio del Evangelio a todas las criaturas. Enséñanos a orar, confiar, amar y servir como lo hicieron tú y tu dulce y sencillo esposo san José, para que también nosotros, pequeños miembros del nuevo colegio apostólico, sepamos responder con integridad y pasión a la misión que el Señor nos confía.