SECRETO MARAVILLOSO

Síntesis de vida contemplativa

16 de febrero de 2017

Generalmente nos movemos desde nuestra mente, tanto en lo material como en lo espiritual. Por eso no logramos una verdadera comunión con Dios pues en la mente no se da un encuentro verdadero sino simplemente una relación de conceptos. Dios y mi relación con Él es mucho más que una sumatoria de conceptos aprendidos, así sean datos de fe. Es necesario descender a lo profundo del ser humano para lograr el encuentro con Dios. Necesitamos vivir en el espíritu, no quedarnos en la mente y en los sentidos.

Dentro de nosotros tenemos dos “dimensiones” diferentes para percibir las cosas, la realidad y el encuentro con Dios. La primera es la más superficial y está fundamentada en lo que nosotros sabemos, conocemos, manejamos, pensamos, creemos, aprendemos, lo que responde a nuestros  gustos e intereses personales y egoístas. La segunda dimensión es la espiritual, con la que captamos otro tipo de cosas; es la dimensión que soñamos vivir, cuando decidimos ser espirituales, vivir en el Espíritu. Esta es la dimensión que nos lleva a entrar dentro de nosotros, a conocernos, a ser; la primera nos mantiene en el plano superficial y exterior de la realidad  y de nosotros mismos, la segunda nos habla de un nivel de conciencia mayor, de experiencia, de intuición, de vida, de autenticidad.

Cuando me encuentro con Dios en mi interior, algo se despierta en mí; es como un manantial que comienza a brotar, a manar, a producir vida y fecundidad. De allí que necesitamos conectarnos con nuestro centro, nuestra esencia, nuestro manantial, nuestra fuente de “agua viva”, que es Cristo” y comenzar a vivir desde allí, a existir en Dios. “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 2, 28).

El camino para ir al centro es el silencio interior, la escucha atenta, la oración reposada. Esta es una actitud de acogida del misterio, de receptividad. Dios me habita y se comunica conmigo. Yo lo acojo pasivamente, de manera agradecida y confiada. La fe comienza por la escucha, lo cual supone salir de sí mismo para dar cabida al Otro, que está dentro de mí; es salir de mí mismo para entrar en Dios, que está dentro de mí. Por eso, una vez más, salir es entrar, según los términos sanjuanistas. Es necesario escuchar lo que Dios me dice, no lo que yo le digo, sino lo que Él me quiere comunicar y esto no se da sino en el silencio y la escucha amorosa. Para lograrlo debo despojarme, desprenderme de lo que pienso,  de lo que sé, manejo, domino. Es entrar en el misterio de Dios dentro de mí “con los pies descalzos” y con corazón de pobre, del que no sabe y quiere aprender. Todo el protagonismo es de Dios y no mío; es Él quien me habita y mueve todo mi ser, me impulsa con su santo Espíritu a obrar.

De esta manera la fe se convierte en una actitud pasiva, de receptividad, de asombro, reconocimiento; de un caer en la cuenta y  recibir de manera gratuita y agradecida; es un apropiarme las verdades que he recibido de la tradición, pero haciéndolas vida, permitiendo que Dios sea y actúe en mí y a través de mí. De allí nace la experiencia de Dios como una realidad personal que luego también se hace comunitaria. Ambas realidades van creciendo y desarrollándose juntas. Para ello necesitamos aprender a vivir en la dimensión espiritual profunda. Dicho de otra manera, es pasar de la dimensión intelectual a la dimensión de la experiencia.

La comunión con Dios exige un corazón de niño para lograrla, ya que si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los cielos que está dentro de nosotros mismos (cf Mt 18,3). El niño, y el que se hace como niño en el Señor, vive sumergido en el misterio contemplativo y vive amorosamente en Dios. Entra en la dimensión nueva y maravillosa del Espíritu; realidad palpada y saboreada por los místicos como Juan de la Cruz, por ejemplo, quien afirma: “Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”. Esa es la ciencia del amor y de la Contemplación, que es vida en el Espíritu.

Cuando recibo la vida como un don de Dios y me presento ante la realidad con la apertura total de mi conciencia, corazón y existencia, todo se llena de luz y cada cosa cobra sentido; incluso hasta lo más pequeño y cotidiano, lo que nosotros en nuestra familia de Carmelitas de san José solemos llamar vida de Nazaret. Esta es la vida de oración que queremos para todos los Carmelitas y para todas las personas que buscan al Señor.

Una vida así, sumergida en Dios y en la comunión con los hermanos genera una fraternidad gratuita, sencilla, profunda, delicada. Es el amor de Dios manifestándose en los hermanos que se han reunido en el nombre del Señor para vivir evangélicamente, a ejemplo de Jesús, quien nos amó hasta el extremo para enseñarnos este camino de plenitud y salvación. Esta es la vida en el Espíritu.

Viviendo en Dios y en la comunión profunda, delicada y misericordiosa con los hermanos, sentimos que se nos abren las puertas para encontrarnos con otros hermanos, a los que descubrimos como regalo de Dios, o mejor, como a Jesús presente, que llama a nuestra puerta pidiendo nuestra ayuda. Brota espontáneamente el servicio a los demás, a los pobres, a los que se nos acercan, a los que el Señor envía o a los que él nos envía. Lo que les podemos comunicar es, de manera especial, el amor de Dios que se hace obras, servicio y entrega.

Orar, amar y servir sintetizan nuestra vida espiritual; vida en el Espíritu, vida contemplativa, experiencia carmelitana de comunión y entrega total.

Fr. José Arcesio Escobar E., ocd.