JESÚS DESPOJADO

CONSTRUYAMOS LA COMUNIDAD, CON CRISTO,  DESPOJÁNDONOS COMO ÉL 23 de febrero de 2017

La vocación que hemos recibido de seguir a Cristo nos lleva a configurarnos con Él, a hacernos semejantes a Él, a vivir unidos plenamente a Él y a prolongar su presencia y misión en el mundo, siendo Él mismo, en nosotros, el que salva y da vida a todo el Cuerpo místico que es la Iglesia y la Humanidad. Estamos llamados, de alguna manera, a transformarnos  en segunda persona de la Trinidad. San Pablo lo expresaba así: He sido crucificado con Cristo, y ya no soy yo quien vive sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).

 

En nosotros el misterio pascual se actualiza hoy; la muerte y resurrección del Señor se hacen presentes hoy entre nosotros y nosotros somos mediación y canal de esa acción de Dios en el mundo hoy.

Escuchemos lo que nos dice el Señor en su Palabra:

El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en todo como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó, y le dio un nombre sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla, en el cielo y en la tierra, y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 12: 6-8).

Jesús, siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Esto es lo que significa el “Despojo” verdadero y salvador. Se despojó de su condición divina, de su realidad más esencial, de Él mismo, abajándose y haciéndose hombre, un hombre como nosotros, uno de tantos. Este es el gran misterio de la Encarnación. Todo esto por amor al Padre y a la Humanidad, obedeciendo en todo para cumplir la misión que el Padre le había encomendado.

Al ser invitados por Jesús a seguirlo, estamos acogiendo en nuestra vida la dinámica del “despojo”, del abajamiento. Seguir a Jesús crucificado, despojado, es descender de manera permanente y a través de toda nuestra existencia, ir muriendo cada día, pero con una muerte de amor y por amor, hasta entregarnos totalmente como oblación viva al Padre, como víctima expiatoria, “como hostia viva” en bien de los demás.

Todos sabemos que el seguimiento de Cristo está en la Cruz. Asumir la cruz de cada día nos hace partícipes del misterio extraño y maravilloso a través del cual Cristo nos salvó: el misterio de su Cruz. La cruz no se puede definir con exactitud pues cada persona la asume desde condiciones diferentes de acuerdo a su realidad, pero en sí lo que quiere decir el misterio de la Cruz es el abajamiento, el despojo, por amor, que debemos hacer a imitación de Cristo, o mejor, con Cristo, para participar en la salvación del mundo. No es el dolor de Cristo lo que nos salva, sino su entrega, su despojo y vaciamiento. Jesús pudo haber muerto de otra manera e igual nos hubiera salvado. Jesús es conciencia plena de entrega; Él se sabía regalo del Padre para nosotros y por eso su vida entera fue un donarse sin límites hasta quedar sin nada y en nada, es decir, hasta morir por haberse entregado todo y del todo. Llegamos a ser cristianos de verdad cuando tomamos conciencia de nuestra naturaleza, de nuestro ser, de la misión por la cual vinimos al mundo, que es la del “Despojo”, la donación, la entrega, el servicio; en otras palabras: el amor. Jesús despojado es el más bello emblema del amor total, de la oblación máxima sin esperar nada a cambio más que cumplir la voluntad del Padre. Para esto fue enviado al mundo. Jesús no se entregó a medias, su entrega fue total y por eso santa Teresa tiene un ideal en su corazón que procuró hacerlo vida siempre: Darse del todo al Todo sin hacerse partes. Estamos llamados a reproducir la imagen de Cristo “Despojado”, viviendo y muriendo con Él, para resucitar en Él y con Él y, de esta manera, contribuir a la salvación del mundo. Él es el único Salvador y Redentor, pero nos hace partícipes de su misión divina, de tal manera que podemos terminar nosotros siendo salvadores de los hermanos, ya que Jesús prolonga en nosotros su acción maravillosa. Esto lo hacemos cada vez que hacemos presente la salvación de Jesús entre nosotros, prolongando su misión salvadora en el mundo. Estamos llamados a salvar personas, salvar hermanos, haciendo lo mismo que hizo Jesús, pues Él lo hizo todo para que nosotros hagamos lo mismo (Jn 13,14). No somos nosotros los que salvamos pero sí somos mediación salvadora del Señor entre su pueblo.

Santa Teresa amaba las imágenes pues ellas le ayudaban a concentrarse en el misterio que meditaba. La hermosa imagen de Jesús despojado que tanto le sirvió a ella, será para nosotros una compañía en nuestra vida orante que nos recuerde siempre el ideal por alcanzar, viviendo como Cristo despojado, en entrega absoluta por amor.

Dice la Escritura que Jesús no retuvo ávidamente el ser de condición divina, renunció a ese privilegio; se hizo hombre, apareció como hombre en toda su realidad, con todas su consecuencias e implicaciones; se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz. Por eso es el Señor, el más grande, el poderoso, el primero en todo, el más importante, el máximo. La dinámica empleada por Cristo para ser el Señor es la contraria a la del mundo, pues para llegar a ser el primero en todo se abajó descendiendo hasta el fondo, hasta el extremo máximo, hasta quedar sin nada y en nada. Este es el misterio de la Encarnación, el abajamiento, el despojo, la entrega, el anonadamiento, hasta hacerse “Nada”, por amor y para la salvación.

Aquí tendría lugar toda la doctrina de san Juan de la Cruz sobre el despojo, el anonadamiento y la negación, que bien se sintetiza en estos magníficos versos  de alta mística espiritual:

 

Versillos del Monte de Perfección

Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.

Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
Para venir a lo que no gustas,
has de ir por donde no gustas.
Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes.
Para venir a poseer lo que no posees,
has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres.

Cuando reparas en algo
dejas de arrojarte al todo.
Para venir del todo al todo,
has de dejarte del todo en todo.

Y cuando lo vengas del todo a tener,
has de tenerlo sin nada querer.
Cuando ya no lo quería,
Téngolo todo sin querer.
Cuanto más tenerlo quise,

Con tanto menos me hallo.
Cuanto más buscarlo quise,
Con tanto menos me hallo.
Cuanto menos lo quería,
Téngolo todo sin querer.
Ya por aquí no hay camino,
Porque para el justo no hay ley;
Él para sí se es ley.

 

Con su vida, Jesús nos enseña que el verdadero seguimiento de Cristo es recorrer el camino contrario a las propuestas del mundo, que obliga al hombre, para ser alguien, a subir, a ascender más y más, hasta estar por encima de los otros, e incluso, si fuere necesario, pisar y hundir a los otros, a los que no siente hermanos de camino sino rivales; es una competencia de poder, de ascenso, de ser más, y esto es posible en la medida en que los otros sean menos y se pueda dominar sobre ellos, logrando adquirir éxito, fama y poder.

Jesús nos enseña, a sus seguidores, que el camino es al revés, es descender, descender hasta quedar por debajo de todos, convirtiéndonos en servidores y esclavos de todos, ocupando el último puesto, el más bajo, el más despreciable, todo por amor y para el servicio de los más necesitados. “El que quiera ser el mayor entre ustedes, que sea el menor y servidor de todos” (Mc 9,35).

Abajándonos, despojándonos, hacemos que el otro suba, ascienda, sea más, tenga en nosotros como una especie de trampolín para saltar, subir, ser más persona, ser mejor cristiano, ser él mismo. Eso fue lo que hizo Jesús al abajarse y tomar la condición humana, poniéndose al servicio de todos, desde el último puesto, muriendo por nosotros.

Este despojo, esta muerte, no se realizó sólo en un momento, en el Calvario, sino que su despojo y su muerte duraron treinta y tres años, desde el despojo de su encarnación hasta el sacrificio de su vida inmolada en la cruz. Así nos enseña que nuestro camino hacia el cielo es en descenso, hasta entregar la vida. No hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,13).

Por eso vamos contra la corriente frente a los principios del mundo, que nos impulsan al egoísmo, al éxito individual, a acumular y sobresalir haciéndonos fuertes y poderosos, casi siempre en detrimento de los demás, generalmente de los más pobres, cada vez más pobres y con menos oportunidades frente a los más ricos, que cada vez son más poderosos y distantes del dolor y sufrimiento de los demás. Incluso nosotros mismos, que hemos optado por seguir al Señor, nos sorprendemos con frecuencia ocupando el puesto del rico, haciéndonos distantes de las necesidades de los pobres, despreocupados del sufrimiento de los hermanos, confiándonos en el hecho de haber sido ya consagrados al Señor pero olvidándonos de lo que significa esa consagración como actitud de solidaridad, comunión,  donación y entrega permanente.

Un cristiano es el que vive en dinámica constante de despojo, de bajada, descenso, servicio, anonadamiento, hasta alcanzar el puesto que logró Jesús, el lugar del servidor, el “Siervo de Yahwe”. Es decir, nosotros estamos invitados a vivir en dinámica permanente de encarnación, de pasión, de abajamiento, de renuncia a nosotros mismos, de servicio. Todo esto inmerso en el gozo del Espíritu, pues, como a Jesús, no nos quitan la vida sino que la entregamos de manera consciente, libre, voluntaria y amorosa, por Él y por los demás. Dice el Apóstol Pedro: Queridos hermanos: estad alegres cuando compartís los padecimientos de Cristo, para que, cuando se manifieste su gloria, reboséis de gozo. Si os ultrajan por el nombre de Cristo, dichosos vosotros: porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros (1Pe 4,13-14). También dice el Apóstol Santiago: Hermanos míos, si estáis sometidos a tentaciones diversas, consideradlo como una alegría, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia. Pero haced que la constancia dé un resultado perfecto, para que seáis perfectos e íntegros, sin defectos de nada (St 1,2-4).

Estamos llamados a vivir en  un proceso de vaciamiento hasta el extremo. Esa es la Kénosis. En la teología cristiana, la kénosis –del griego κένωσις: «vaciamiento»- es el vaciamiento de la propia voluntad para llegar a ser completamente receptivo a la voluntad de Dios. Es decir, estamos llamados al despojo de nosotros mismos, al vaciamiento de todo nuestro ser, a la donación absoluta, a no ser para que el otro sea, al servicio llevado al extremo.

Es la entrega y despojo de Jesús lo que propició la posibilidad de que el ser humano fuera transformado, cambiado, redimido, salvado. Su muerte nos trajo la nueva vida para todos y con su resurrección todos resucitamos en Él.

Un gran descubrimiento hecho por los primeros cristianos, y también por nosotros cuando asumimos en serio el estudio de la Sagrada Escritura y la vida de Cristo es que el darse genera cambios, convierte, transforma.

Podríamos sintetizar la vida de Jesús en un DARSE de manera permanente. Ese es su vaciamiento, su “Despojo”, que tiene efectos transformantes y redentores en la humanidad. Jesús cambió el mundo y la historia dándose, vaciándose, entregándose, muriéndose, empobreciéndose, aniquilándose, muriendo en la cruz por amor hasta el extremo.

De esto podríamos sacar una conclusión novedosa y es que “lo central, lo esencial y fundamental del cristianismo es la tendencia hacia la pobreza”. El darse hasta hacerse verdaderamente pobre es transformante, primero de quien da y luego de quien recibe. Dándonos es como podemos transformar nuestro mundo, nuestra sociedad. Pero no es sólo dando sino DÁNDONOS. Es el ser mismo de cada uno puesto al servicio de los demás, sin ahorrarnos nada, sin reservarnos nada para nosotros. Tomar conciencia de que somos un DON PARA DARSE es definitivo en nuestro camino de seguimiento de Cristo y configuración con Él. El pecado es retener de manera egoísta los dones dados por Dios para el servicio de todos y para la renovación y salvación de la humanidad. De allí que el darse es la consecuencia lógica del amor, de la entrega, del realizar nuestra vocación de ser imagen de Dios, pues fuimos creados a imagen y semejanza suya, para que obráramos como obra Dios y creáramos dándonos, como crea el Padre Dios de manera permanente. Somos imagen y semejanza de Dios en la medida en que nos damos, nos vaciamos, nos despojamos en función y en bien de los demás, especialmente de los más pobres, de los menos atractivos, de los que no nos seducen y, al contrario, podrían causarnos alguna repugnancia. Es por eso que el amor no es un sentimiento de atracción y belleza, muchas veces el amor es un ESFORZARME por acoger, recibir, soportar al otro, aunque mi natural no tenga en absoluto nada de empatía con esa persona y, por el contrario, sienta un rechazo hacia él. El amor verdadero no es un sentimiento, es una opción.

Para ser cristiano debo despojarme, darme con lo que soy y lo que tengo, no son cosas extraordinarias las que se necesitan, basta la buena voluntad y la determinación de ponerme al servicio de los demás, de manera incondicional, contando con mis defectos y límites, mi cultura, mis traumas, mis límites. Jesús no me pide que sea otro para poder servir. Lo que me pide es que me transforme en otro sirviendo. El servicio, el don de mí mismo, me engrandece, me transforma, me cambia, me salva, a la vez que me hace agente activo de cambio de mi entorno, mi mundo y de la humanidad. Nacimos como don de Dios, recibimos la vida de sus manos como un don gratuito para hacernos don de vida para los otros. Es por eso que podemos llegar a ser santos, con nuestros defectos y limitaciones incluidos. Los santos no son seres angelicales sino seres de carne y hueso, llenos de luchas y batallas, que se pusieron en las manos de Dios y se lanzaron al servicio amoroso de los demás, encarnando el amor misericordioso de Cristo y haciéndolo presente en el mundo. Por tanto, un santo está lleno de defectos y, con ellos, camina hacia la perfección del amor, que no es la ausencia de límites humanos sino la disposición del corazón para despojarse, para amar sin límites, para entregarse sin reservas a los demás, a ejemplo de Cristo.

El despojo de Cristo fue lo que nos salvó, nos transformó, y lo sigue haciendo a cada momento entre nosotros, en la Comunidad. El despojo, el vaciarse, el darse de cada día de una mamá es lo que hace que ella forme y cree hogar, familia, cercanía, intimidad. En las mamás Dios nos está salvando, en su entrega generosa descubrimos ese valor salvífico y es eso lo que nos une, lo que nos atrae, lo que nos hace tener el hogar como punto de referencia. Tener una buena mamá, aún con sus defectos, dándose, es tener la posibilidad de sentirme salvado, amado, acogido. Muchas veces nuestros cambios en la vida tienen que ver con la presencia, la imagen, el recuerdo y ejemplo de nuestras mamás dándose, entregándose, despojándose, amando como puedan, sin mucha cultura ni formación y sin embargo amando como Jesús, hasta el extremo, hasta entregar toda su vida por los hijos, haciendo el bien sin esperar otro resultado diferente de que los hijos sean felices y se realicen como personas y como seres humanos. Las mamás no retienen nada para sí mismas sino que son un don permanente para sus hijos. La felicidad de una mamá está en la felicidad de los hijos. Si ellos son felices ella también lo es, aunque tenga muchas enfermedades y sufrimientos. Las mamás entienden de Despojo y entrega total, entienden el camino del amor cristiano.

Por eso, repito, lo esencial del cristianismo, visto desde el ejemplo de Jesús, es la tendencia hacia la pobreza. Es un rechazo permanente y vigilante frente a la codicia, a la búsqueda de intereses personales y egoístas, al sentirse más que los demás. Alguien decía que la verdadera pobreza es el arte de vivir con menos para servir más, y aquí está uno de los ideales del cristianismo y del seguimiento de Cristo. La pobreza es una actitud de servicio desde abajo, desde la humildad. No es un servicio arrogante como el que tiene mucho dinero o bienes y da alguna limosna a los pobres. Jesús sirvió desde abajo, lavando los pies a los discípulos. Podemos ser muy generosos dando como ricos, sintiéndonos dueños de nuestra riqueza, sin asumir la actitud cristiana de dar con humildad, como Jesús, porque los bienes que tengo no me pertenecen sino que se me han dado para que los entregue, para que los haga producir responsablemente y luego los comparta con los demás. Quien da con arrogancia es porque se siente dueño y no administrador de los dones de Dios. Por eso debemos pedir de manera permanente al Señor el don de la humildad.

Los dones, los carismas, los bienes, son encargo que Dios  me hace para que responsablemente los cultive y entregue gratuita y humildemente a los hermanos, sabiendo que somos simples “siervos inútiles” (Lc17,10). Los dones que no se dan al servicio de los demás con humildad, no son dones cristianos. Estos dones han de ser siempre manejados con responsabilidad. Cada uno es responsable de hacer producir sus dones y entregarlos humildemente a la comunidad, a los necesitados, sin sentirse dueño de ellos. Cuando se retiene un bien creado, paramos la creación que sigue en movimiento y en dinámica de construcción.

Podemos decir que la responsabilidad es un carisma de servicio que Dios nos da para los otros. Somos responsables de la acción de Dios en el mundo y de hacer que los dones confiados a nosotros sean rectamente administrados. Parte de la vivencia de la pobreza es cuidar de hacer producir los dones al máximo, en bien de los otros. Quien tenga capacidad para hacer negocios, por ejemplo, debe ejercer ese talento lo mejor posible, buscando la mejor productividad para el servicio de los pobres y los hermanos.

Puebla concretó el seguimiento de Cristo en la “Opción por los pobres”. Esta es la opción de la Iglesia desde el principio, desde sus orígenes. Pero hay que estar atentos a no desfigurar esta opción pensando en dos iglesias, una rica y otra pobre. Una iglesia rica que da limosna a la iglesia pobre. No podemos acallar nuestra conciencia dando lo que nos sobra. LA IGLESIA ES UNA COMUNIDAD DE POBRES. Esto es esencial entenderlo porque así lo quiso y estableció Jesús. Si no fuera comunidad constituida por pobres no es la Iglesia de Jesús. Somos pobres que nos sabemos ricos porque nuestra riqueza es el Señor y por la invitación que nos hace a formar parte de sus discípulos y seguidores. Esto nos lleva a entender que todo lo que poseemos, aún en riquezas materiales, no nos pertenece sino que somos simples administradores del Señor, administradores de los talentos, de los bienes, de los dones. Por eso, quien tenga riquezas materiales que las administre y haga producir lo mejor posible para que ayude a los hermanos. Es responsabilidad nuestra hacer fructificar los dones y carismas encomendados por el Señor a cada uno. No podemos sentirnos dueños de las riquezas ni propietarios de ellas. Somos pobres y pertenecemos a una Iglesia, a una comunidad pobre. Los ricos deben optar por la pobreza cuidando sus bienes y haciéndolos fructificar en bien de los demás, no despilfarrándolos o creyéndose dueño de ellos. Sus bienes no les pertenecen sino que son de todos y muy especialmente del que los necesita.

La opción por los pobres nos exige a cada uno hacer una opción por la pobreza. Optar por los pobres es optar por mi propia pobreza y la de los demás, acogida con amor y serenidad, sabiendo que Dios sabe sacar de los grandes males grandes bienes.

¿Qué entendemos cuando decimos que la Iglesia es una comunidad de pobres? Entendemos una iglesia formada por personas dispuestas a entregar todo lo que tienen para el servicio de los demás, especialmente ellas mismas, su ser, su persona, su profesión, su vida; personas dispuestas a servir siempre con humildad y alegría. Hermanos que se saben y se  sienten regalo para los demás, aún con sus enfermedades y limitaciones físicas. Siempre un hermano es un regalo de Dios aunque esté paralizado o totalmente limitado. No valoramos a las personas por sus capacidades, eficacia y productividad. Desde el principio entendimos, en la Ciudad de Dios, que en esta Comunidad los más pobres y limitados eran los más importantes y los que más nos acercaban a Jesús porque ellos mismos son Jesús que nos visita y nos permite servirle; ellos nos salvan desde su realidad de crucificados.

Optar por Jesucristo, por Jesús despojado, es optar por vivir ese mismo despojo, ese vaciamiento, esa entrega permanente por amor a Jesús y a los hermanos, de tal manera que se termina siendo como Jesús, siendo Jesús mismo; asumiendo la realidad de Jesús nos hacemos uno con Él, y por tanto, terminamos salvando con nuestra vida a los hermanos, a los miembros del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, terminamos siendo una prolongación viva de Jesús que, en nosotros y a través de nosotros, actualiza y hace presente hoy su misterio de  Encarnación, Pasión, Muerte, Resurrección y Glorificación. Afirma san Pablo: Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Y Santa Isabel de la Trinidad quiere ser una humanidad suplementaria donde se renueve su misterio: ¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de amor!, desciende a mí para que se realice en mi alma como una encarnación del Verbo. Que yo sea para él una humanidad suplementaria donde renueve su misterio (Elevación a la Santísima Trinidad).

De tal manera que podríamos decir que somos co-creadores con Dios, pero también co-salvadores con Él. Somos salvación para los hermanos y ellos para nosotros. En nosotros Jesús está salvando hoy a la humanidad. Esto ni siquiera lo percibimos, no lo conocemos ni entendemos, pero por ese misterio de comunión con Él y la actualización de su presencia en nosotros, nosotros nos hacemos mediación de salvación, de gracia y santidad para los demás. Somos un solo cuerpo y Cristo es la Cabeza (1Cor 12,27 ), por eso, como Cuerpo de Cristo que somos, asumimos la condición misma de la Cabeza, Cristo, que forma parte de nuestro Cuerpo, de tal manera que lo que realiza un miembro de ese Cuerpo, es propiedad de todos. Así que todos, por Jesús, somos co-salvadores, co-redentores de la humanidad, en la medida en que vivamos plenamente unidos a Él, al Tronco, a la Vid (cf. Jn 15, 1-8 ), y cumplamos nuestra misión, dejándonos salvar, transfigurar, transformar por Él, en Él y con Él. Construyamos, entonces, la Comunidad, con Cristo, despojándonos como él.

Fr. José Arcesio Escobar E., ocd