Reflexiones sobre la Navidad para la Comunidad

SEAMOS LOS ANAWIN, LOS POBRES DE YAHVÉ

Preparémonos para la Navidad, vivamos el Adviento

San Pio X, Bogotá, 1 de diciembre de 2016

 

Estamos entrando, a través del Adviento,  en el misterio maravilloso de la actualización de la Navidad, memoria viviente de la visita de Dios a los hombres y su misión salvadora.

Nosotros, Carmelitas de San José, tenemos mucho que ver con el pesebre y con la realidad de los pequeños escogidos por Jesús para seguirle y construir con ellos su Reino. Somos una Comunidad formada por los “anawin”, esto es, “Los pobres de Yahvé”, un pequeño grupo de personas frágiles y débiles que tiene puesta su esperanza en el Señor pobre, manso y humilde de corazón, a quien quieren servir con todo su ser, desde sus cualidades y limitaciones. Que viven en el gozo y la esperanza, anticipando la llegada del Reino definitivo, permitiendo que Jesús se haga presente entre nosotros y entre los hermanos más necesitados.

Estamos en el tiempo de Adviento, el Señor está cerca, preparémonos para recibirle.

El profeta Miqueas nos dice: “Pero tú, Belén de Éfrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el Jefe de Israel” (Cf Miq 5,1-4). Nadie se lo esperaba, fue una gran sorpresa: “¿De Belén puede salir algo importante?” (Jn 1,46).  No era posible que a Jesús lo descubrieran los grandes señores del pueblo judío, ya que el Niño de Belén sólo puede ser recibido de manera consciente por una persona de corazón orante y humilde que lo acoja y lo  vea con los ojos de la fe.

“Un niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado” (Is. 9,6). Encarnación esperada desde siglos. Es la presencia y llegada del Señor al mundo, pero ciertamente nadie podía imaginarse que pudiera llegar de la manera como vino a nosotros: revestido de toda la debilidad humana y de sus múltiples posibilidades como hombre. Revestido del Amor de Dios y de la ternura de un niño pobre y necesitado, representando a todos los niños del mundo, a todos aquellos que tienen corazón de niño y que se abren a la gracia y a la ayuda de Dios a través de sus hermanos. Jesús fue un niño necesitado, pobre, rechazado, desplazado, no amado ni valorado suficientemente por los grandes de su época, pero en cambio rodeado de todo el amor y la ternura de una familia que lo acogía y que le brindaba lo mejor de ellos mismos, la familia de María y José, padres del hogar que Dios preparó para albergar a su Hijo.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene…” (1Jn 4,9) Hoy sabemos que, desde lo más alto de los cielos, Dios descendió y se nos reveló, se nos manifestó en toda su realidad de hombre, se aproximó a la tierra y se encarnó; sabemos que se quedó con nosotros y que camina a nuestro lado, que está entre nosotros; él es nuestro tesoro, nuestra riqueza y esperanza. De esta manera nos mostró su pequeñez y su grandeza, su gran poder para “poder” hacerse pobre y pequeño, renunciando al poder humano, es decir, anonadándose, renunciando a su categoría de Dios y pasando por uno de tantos (cf Flp 2, 6-11); su grandeza se nos revela en su pequeñez y su poder en su humildad. Cantemos a coro con los ángeles en esta Navidad: “Gloria in Excelsis!”

Cuando escuchamos las noticias trágicas y oscuras que nos llegan a diario, venidas de un mundo oscuro, egoísta, individualista, en búsqueda del placer, del tener y del poder como fundamento de la existencia, escuchamos también un anuncio sutil que nos llena de regocijo el corazón: “Aquel día brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago saldrá de sus raíces. Y sobre Él se posará el Espíritu del Señor… Así podrán vivir en paz el lobo y el cordero, y echarse juntos el tigre y el cabrito. El ternero crecerá junto al león y se dejarán guiar por un niñito” (Is11,1-10). Estas palabras nos llenan de esperanza y de consuelo; comprendemos que no estamos perdidos y que el tiempo futuro siempre será mejor. La Palabra de Dios nos invita a llenarnos cada día de fortaleza y amor, a soñar con un mundo sereno y en paz, donde nadie le haga daño a nadie y todos estemos empeñados en hacer el bien a los hermanos; donde prime la humildad y la sabiduría de la vida en el Señor, la vida natural, lo que Dios ha establecido como camino de realización y felicidad del ser humano.

Comentando el texto de Isaías, Monseñor Silvio Báez  hace unas bellas anotaciones que transcribo porque me parecen muy útiles para nuestro camino espiritual:

El texto comienza evocando un tronco cortado y seco del cual “saldrá un brote”, de cuyas raíces “un retoño brotará” (v. 1). Aquel tronco es el símbolo de los pecados y de la infidelidad de la dinastía de David. Por eso se le llama “tronco de Jesé”, pues Jesé fue el padre de David (1 Sam 16,1ss). En aquel tronco ya muerto brota un retoño absolutamente inesperado, un brote que es gracia y don de Dios. Aquel tronco representa también la historia humana con todas sus sombras y perversidades. El anuncio del profeta es inaudito. Ahí donde las posibilidades humanas no son ya capaces de hacer florecer algo nuevo, Dios hace surgir una novedad absoluta, un brote de vida y de esperanza.

Aquel germen de novedad es imagen y prefiguración del Mesías. La idea del pequeño ramito que comienza a crecer atrae la idea del viento-espíritu (hebreo: ruah) que se posa sobre él (v. 2). El viento que sopla sobre aquel retoño novedoso es símbolo del Espíritu que se posa sobre el Mesías y que él donará en plenitud a la humanidad (Jn 1,32-33; 3,34).

Su presencia en el Mesías se manifiesta sobre todo en su obra de justicia en favor de los más pobres de este mundo. De la plenitud de los carismas brota un gobierno justo, que según la visión mesiánica de Isaías consiste en la defensa de los desvalidos y en la eliminación de los que, promoviendo la injusticia, hacen imposible la paz entre los hombres. El Mesías, en efecto, “juzgará con justicia a los débiles... y herirá al hombre cruel con la vara de su boca” (v. 4).

Al final del texto la paz establecida por el Rey Mesías se extiende al mundo animal, estableciendo en el mundo una especie de nuevo paraíso. Animales feroces (lobo, leopardo, león, oso) conviven con animales domésticos (cordero, cabrito, vaca, buey). Todo sometido al hombre considerado en su condición de mayor debilidad: “un niño pequeño los conducirá” (v. 6). Sobresale en el texto “la serpiente”, animal que evoca la rebelión originaria de la humanidad frente a Dios. También esta realidad contradictoria y enigmática de la condición humana queda transformada: “en la hura de la víbora, un niño recién destetado meterá la mano” (v. 8). Destruidos los malvados y amansadas las fieras, el mal habrá desaparecido para siempre. La humanidad finalmente habrá conocido al Señor (v. 9). Un sueño maravilloso en el cual podemos creer y esperar, pues se fundamenta no en la debilidad del hombre, sino en la fidelidad de Dios y de Jesús de Nazaret su Mesías. (Comentario hecho en Debarim, para el Segundo Domingo de Adviento)

¿Qué hacer para lograr vivir este tiempo con conciencia y compromiso? Juan el Bautista nos recuerda con su predicación  que la manera de acoger al Señor que ya se acerca es “enderezando nuestras sendas” (Mt 3,2), liberándonos de nuestras falsas seguridades, apoyándonos sólo en Dios y en el cumplimiento de su voluntad para cada uno y para la Comunidad.

Toda la tierra se reviste de belleza, luces de colores, cantos, adornos, regalos, buñuelos y natilla, novenas y pesebres, cunas vacías en espera de ser llenadas de la dulzura del Niño del Portal. La naturaleza participa de esta gran expectativa gozosa y espera anhelante. Las mañanas en el firmamento azul de Villa de Leyva nos recuerdan que Jesús está próximo a nacer y las noches estrelladas nos emocionan recordando que ese mismo firmamento, tachonado de estrellas, fue contemplado por María y José en su camino hacia Belén, y posteriormente fue el manto estelar que arropó al Niño del Portal.

Todo anuncia que se aproxima un gran acontecimiento, la llegada de un Niño que conducirá nuestro pueblo, nuestras vidas, y nos traerá la paz, la dulzura, la alegría y el amor.

Volvamos al pesebre para orar en familia y adorar el misterio de la Encarnación del Verbo, del Emmanuel, del Dios con nosotros. Pongámonos de rodillas ante esta gran locura del amor de Dios hecho Hombre en un pesebre, y pidamos la gracia de volver a creer con la fe de un inocente niño. La fe que Jesús nos propone es la fe de los pequeños y sencillos que no le ponen límites razonables a lo que es irrazonable, explicable solo desde la locura misericordiosa de Dios, que pide posada en el seno de la Virgen, coloca allí su morada y se queda a vivir para siempre con nosotros. A cada uno, como a María, nos está pidiendo posada en nuestro corazón y en nuestra existencia; quiere quedarse para siempre en cada uno de nosotros y en la Comunidad.

Este es un misterio que nos arrebata, que nos extasía y nos invade de gozo celestial en el corazón. ¿Cómo pagaremos a Dios este infinito regalo de su amor gratuito, generoso e inmerecido? Sólo podemos pagarle entregándole la vida para que Él la asuma y ponga en nosotros, una vez más, su humilde morada. Entonces, nos convertiremos en un pesebre viviente, un Belén encarnado que  va por el mundo anunciando, desde las obras y gestos de amor, que el Amor se ha hecho carne y vive con nosotros y está HOY presente entre nosotros. Somos prolongación de la Navidad en el mundo para llevar el gozo y la esperanza a todos, pero especialmente a los más necesitados y carentes de ese amor espiritual y material.

Tenemos vocación de Navidad, vocación de Pesebre, vocación de Belén, es decir, de Encarnación.

Hagamos coro con los ángeles, la naturaleza y todos los hombres de buena voluntad, para anunciar la actualización de la llegada del Niño de Belén, la visita que Dios nos hace a nosotros en estos tiempos de incertidumbre y duras pruebas para Colombia y el mundo. Sonreír nos hace bien, hace amable la vida, alegra el corazón y nos recuerda que podemos vivir en Navidad. Tendamos la mano para ayudar a todo el que podamos, propiciando alegría en los que sufren, esperanza en los cansados, compañía en medio de la soledad en que viven muchos hermanos.

En este tiempo y en esta fiesta maravillosa, actualicemos la Encarnación del Verbo, el nacimiento de Jesús y su presencia entre nosotros y, al mismo tiempo, preparémonos para el encuentro final con el Señor, nuestro parto existencial hacia el cielo, donde viviremos para siempre la eterna Navidad, la manifestación perfecta del amor de Dios a los hombres.

Caminemos con María y José hasta Belén, haciendo de toda nuestra vida un peregrinar hacia el encuentro con el Señor. Al Señor lo encontramos en el hermano: “Todo lo que hicieres a uno de estos mis hermanos más pequeños a mí me lo hacéis” (Mt 25,40), dice el Señor. Por eso, vivamos un adviento y una Navidad bañada de gestos de amor, cercanía, reconciliación y paz. Vivamos con la esperanza, y esperanza cierta, de que a cada momento nos encontraremos con Jesús, a quien podemos amar y servir en concreto. Para ello necesitamos mantenernos despiertos, con una actitud vigilante para acoger al Señor, que llega en cualquier momento, cuando menos lo esperamos. Si no permanecemos en actitud de alerta, lo dejaremos pasar de largo, no lo reconoceremos y hasta tenemos el peligro de ignorarlo y no responder a su llamada y súplica humilde que nos pide acogerlo y servirlo con amor, en los pequeños detalles de la vida diaria.

Unámonos al grito de la humanidad clamando cada día: “¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús!”.

Recordemos las palabras de Jesús: “Si ustedes no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos” (Mt, 18,3). En el Niño de Belén recibimos el perdón gratuito, la fortaleza para luchar por un mundo mejor, la salud física y espiritual y la dignidad de los hijos de Dios, hijos en el Hijo amado del Padre.

Siendo pobres tenemos la fortuna de poder ofrecer al mundo la riqueza de Dios, ser portadores de su presencia y cercanía. Seamos promesa de bendición para nuestros hermanos. Necesitamos con urgencia revivir este gran misterio de amor. “Ojalá rasgaras el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia” (Is 63,19).

Al grupo de los Anawin pertenecían  María y José, personas capaces de reconocer en el Niño, por la fe, la promesa hecha por Dios a “Nuestros Padres”; promesa mesiánica que ellos vieron realizada en su hijo Jesús, a quien amaron y ayudaron, aun sin comprender nada de ese gran misterio de fe, teniendo sólo unos destellos de luz  que anunciaban que se estaba cumpliendo la promesa, pero que solo era perceptible por aquellos “pobres de corazón” que tuvieran mirada de fe y capacidad de acogida del misterio en su interior.

No fueron muchos los signos que recibieron para creer permanentemente en la realidad mesiánica del Salvador. Seguramente María se apoyaba en el recuerdo de las palabras del Ángel Gabriel refiriéndose a ella cuando se encontraba en adoración: “No temas, María, porque has hallado gracia a los ojos de Dios, concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31-33). Ella se asombra ante la belleza de aquel niño, hijo de sus entrañas, a la vez que permanece con José en oración vigilante ante el pesebre, extasiados por lo que ven sin ver, lo que perciben sin tener datos sensibles que hablen de grandeza y majestad. Su certeza está en la fe que los anima y la hermosura de aquel niño que les cautiva el alma. Claro que están abiertos a acoger las noticias que les llegan de los pastores, los cuales sí han recibido una visita y un anuncio, por parte de los ángeles, de quién era aquel que había nacido en el portal de Belén. María, en silencio orante y adoración, “guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,19).

El buen José, su padre a los ojos del mundo, siente en todo su ser la apremiante necesidad de ser el custodio, el protector amoroso de ese niño y de esa madre. Es el hombre “justo”, el hombre santo, que jugó un papel primordial en la historia de la salvación. José creyó y acogió a aquel Niño como a su propio hijo y le puso el nombre, como lo hacían todos los padres en Israel. José hizo las veces de padre, sustituyendo, de alguna manera, al Padre eterno, posibilitando que en su humilde paternidad la Paternidad de Dios se manifestara, y Jesús, Dios hecho hombre, pudiera tener un padre humano, no biológico, con la dulzura, ternura, cuidado, hermosura y delicadeza del Padre eterno.

Por eso José no dijo nada en el Evangelio, porque no sabía decir nada, no podía decir lo indecible. Sólo con el silencio orante y el obrar cotidiano podía expresar su asombro, su compromiso de fe y su participación directa en la historia de la salvación, contribuyendo a que el misterio de la encarnación se realizara en plenitud, como estaba estipulado por el Padre Dios. La grandeza de José está en su pequeñez y en el cumplimiento delicado y sutil de la voluntad de Dios. Dice la Escritura que Jesús “vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn1,11). María y José sí lo recibieron. Pidamos la gracia de reconocerlo y acogerlo con amor en nuestra vida diaria, en cada persona que se nos aproxima, en cada niño, en cada abuelito… Ellos reflejan el rostro del Señor cuando los miramos desde la fe y el amor.

No permitamos que nos suceda como a la gente en el tiempo de Jesús, que por estar muy ocupados no lo reconocieron ni lo acogieron, perdiendo esta gracia tan extraordinaria. Que la religiosidad no nos lleve a perder la óptica contemplativa del misterio que celebramos y que podemos vivir hoy con nuestros hermanos.

San Pablo nos exhorta, diciendo: “Alegraos siempre en el Señor. El Señor está cerca” (Flp 4,4-5). Los invito a poner en práctica estas palabras que nos permiten vivir con plenitud nuestro Adviento-Navidad. También nos dice Isaías: “Consolad, consolad a mi pueblo” (Is 40,1). Es una manera acertada de vivir este tiempo sagrado, procurando consolar, cuidar, curar a nuestros hermanos, siendo instrumentos del Señor para acompañar a nuestro pueblo, a nuestra gente sencilla, convirtiéndonos en instrumentos de compasión y misericordia para los hermanos, en el nombre del Señor. Entonces será Navidad.

El pesebre, el portal de Belén en que Jesús nace, somos cada uno de nosotros, eres tú y soy yo. Permitamos que nazca Jesús en el corazón de nuestra existencia y nos sumerjamos en la vivencia de tan gran misterio.

Fr. José Arcesio Escobar E., ocd