8 DE NOVIEMBRE, DÍA DE SANTA ISABEL DE LA TRINIDAD, nueva santa del Carmelo
BREVE BIOGRAFÍA
Era domingo, una mañana del día 18 de julio de 1880. En un barracón militar del campamento militar de Avor, cerca de Borges, en Francia, vio la luz una niña: María Isabel Catez Rolland[1].
Su padre, el capitán José Francisco Catez, de 48 años de edad, era un hombre enérgico, perseverante y luchador. Nacido en una familia humilde, se había alistado en el ejército a los 21 años de edad y había hecho carrera, hasta ser condecorado con el nombramiento de Caballero de la Orden de la Legión de Honor apenas unos meses después del nacimiento de Isabel.
Su madre, María Rolland, era bastante más joven: cumpliría los 34 el mes de agosto. Era hija de militar, hija única. Mujer de fuerte carácter, un poco dominante y de una profunda religiosidad, vivida algunas veces no sin cierta rigidez.
Se habían casado en 1879, e Isabel será el fruto primero de su unión. Su nacimiento no fue fácil: el parto fue largo y sumamente complicado, tanto que los doctores informaron a su padre de que era posible que la criatura no sobreviviese. El capitán pidió entonces al capellán que celebrase la Eucaristía, y al final todo acabó bien, tanto para la madre como para la hija. Pocos días después, el 22 de julio, la niña fue bautizada; era la fiesta de Santa María Magdalena. Esta coincidencia resultó siempre muy querida a nuestra beata, que admiraba mucho a esta Santa, porque había amado mucho a Jesús.
Cuando Isabel tiene dos años, la familia se instala en la ciudad de Dijon. Allí, el 20 de febrero de 1883 nacerá su única hermana: Margarita. Entre las dos habrá siempre una gran unión e intimidad. Además de hermanas, serán siempre amigas y confidentes, a pesar de tener un carácter bastante diferente.
Y es que, ya desde muy niña, Isabel demostró poseer un carácter fuerte y difícil. En cartas escritas a la familia, su madre nos describe el carácter de Isabel en estos primeros años de vida: es un auténtico demonio –en expresión literal de su madre–, turbulenta, con grandes cambios de temperamento; colérica e irritable, pero cariñosa y noble; con una gran sensibilidad y muy afectuosa; se enfada y coge grandes rabietas, pero se arrepiente y pide perdón. El esfuerzo y la lucha por dominar su carácter será, en efecto, una constante en la vida de Isabel. De esta batalla acabará por salir victoriosa en su adolescencia, no sin dejar jirones de su alma en el empeño. Y lo hará gracias a la firme educación de su madre, a la eficaz ayuda de la gracia y a su gran esfuerzo personal. De hecho, la tenacidad y la constancia se encuentran entre los rasgos más sobresalientes de su personalidad.
Isabel conocerá pronto el sufrimiento, y éste será ya desde entonces un fiel compañero en el camino de su vida. Cuando Isabel tenía siete años, el 2 de octubre de 1887, es testigo de la muerte de su padre de un ataque al corazón. Morirá en sus brazos. Así lo recuerda ella en una poesía escrita diez años después: «En mis frágiles brazos de niña, de sus muchas caricias al son, te dormiste con breve agonía, que el combate final te acortó» (P. 37). Ocho meses antes había muerto también su abuelo materno, que vivía con la familia desde el traslado a Dijon.
Tras la muerte del padre, la familia, –«el trío», como decía con gracia Isabel–, abandona la villa en la que vivía y se instala en una vivienda más humilde, en la segunda planta de una casa alquilada en la calle Prieur de la Côte-d’Or. Desde su nueva casa Isabel podía contemplar un edificio singular que acabaría siendo muy importante en su vida: el monasterio de las carmelitas descalzas.
La Señora de Catez no es rica, pero goza de una posición económica desahogada. Puede permitirse el servicio de una institutriz que se encargue de la educación de sus hijas. Así, hacia los siete años Isabel recibe sus primeras enseñanzas. Ciertamente su formación no será muy cuidada ni intensa: cultura general, gramática, literatura y, ya de joven, algo de inglés, «esa lengua de pájaros», dirá con gracia Isabel. A los ocho años, su madre la inscribe en el Conservatorio de Dijon. Y aquí sí que Isabel se siente a gusto y demuestra grandes cualidades: es realmente buena para la música, y sobresale especialmente por sus cualidades como pianista. La música ocupará a partir de entonces un lugar central en la formación y en la vida de Isabel: clases en el conservatorio, clases particulares, largas horas de ensayo en casa… Isabel demostrará tener grandes cualidades interpretativas, que le auguran un futuro prometedor. Participa activamente en los conciertos que organiza el Conservatorio, recibiendo críticas muy elogiosas de la prensa local. A los trece años obtiene el primer premio de piano del Conservatorio, y un año después el «Premio de excelencia» que, por problemas de celos entre profesores, le fue injustamente arrebatado.
Y así va creciendo Isabel: la niña, la adolescente, la joven… Lleva una vida en apariencia muy normal: la de una jovencita de clase acomodada en una pequeña ciudad burguesa. Una intensa vida familiar, con una relación afectiva muy fuerte con su madre y su hermana. Una no menos intensa vida social: la familia tiene muchas y muy buenas amistades, Isabel también. Tanto en Dijon, como fuera de Dijon, la señora Catez está muy bien relacionada. Isabel va creciendo y convirtiéndose en una joven encantadora, con todas las cualidades necesarias para hacer un buen matrimonio y ser una feliz madre de familia y esposa.
Pero desde hacía tiempo a Isabel, por dentro, le pasaban cosas. Desde muy jovencita, desde que era casi una niña, Isabel estaba enamorada. Sí, Isabel estaba enamorada de Jesús. El 19 de abril de 1891 había recibido la primera comunión. Después de la ceremonia, que ella vivió con una inusual intensidad, su madre la llevó de visita al convento de las carmelitas. Allí la priora explicó a Isabel el supuesto significado de su nombre: «casa de Dios». Ella quedó profundamente emocionada: ¡Dios la habitaba! ¡Era lo mismo que había experimentado en la mañana, al comulgar! A partir de ese momento, el sentimiento de estar habitada por Dios se convertirá en algo cotidiano en su vida. Y junto a este sentimiento crecerá también su gran amor, su apasionado amor a Jesús. Estas dos vivencias alimentarán una intensa vida interior en Isabel. Y así, cuando tenía catorce años, un día, después de comulgar, se sintió movida a consagrarse totalmente a su amado Jesús, y sin dudarlo un instante hizo voto de virginidad. Poco tiempo después su proyecto de vida se concreta en una palabra que escucha en su interior: ¡Carmelo! Y a partir de ese momento, vivirá con el deseo y la ilusión de ser carmelita descalza.
Su madre no comparte el sueño de Isabel: se opone firmemente a ese proyecto; se niega incluso a hablar del asunto, prohibiendo a Isabel mantener relación alguna con las carmelitas. Creía que, ignorando este sueño, acabaría por desaparecer de la cabeza de su hija. Pensaba, quizá, que era sólo una fantasía, una ilusión, una ensoñación romántica. En el corazón de Isabel se inició una lucha que durará varios años; una lucha entre el amor a su madre, a la que se siente muy unida, y el amor a su amado Jesús, que le pide la entrega total en el Carmelo.
Por fin, en marzo de 1899, durante la gran misión que se estaba predicando en Dijon, y en la que Isabel participaba activamente, su madre le concede el permiso para ingresar en el Carmelo. Eso sí, ¡cuando tenga 21 años…! Se inician así dos años de dolorosa y tensa espera, en los que no faltarán los intentos por parte de su madre para que desista de su intención, llegando incluso a proponerle a Isabel un matrimonio muy ventajoso.
Ella vive este tiempo con una aparente normalidad: intensifica su vida social, continúa sus actividades en la parroquia, con la que colabora en el coro y en la catequesis, cuida su aspecto externo con exquisitez…. Por dentro Isabel vive una intensa experiencia del amor de Dios y desarrolla un fuerte sentido de la presencia en ella de la Trinidad; vive totalmente orientada hacia Jesús, su gran amor. Ama la oración y busca momentos de soledad para estar con su amado Jesús. Mientras espera entrar en el convento, vive ya en el mundo el espíritu del Carmelo. Por eso escribirá en su diario y en su cuaderno íntimo, aquel que es testigo de sus más íntimos desahogos: «Puedo ser carmelita por dentro y quiero serlo» (NI. 6: cf D nº 138).
El 20 de junio de 1899, Isabel es recibida por la priora, la Madre María de Jesús, a la que pide ser admitida en la comunidad. A partir de ese momento comienza a frecuentar el monasterio: asiste a la misa en la capilla y se entrevista frecuentemente en el locutorio con la priora y la supriora, la Madre Germana de Jesús. Gracias a ellas, Isabel tuvo dos encuentros providenciales y de gran importancia. Ese mismo verano, a propuesta de la Madre Germana, Isabel lee la Historia de un alma, de la recientemente fallecida hermana Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, del carmelo de Lisieux. Un año después, la priora propiciará un encuentro de Isabel con P. Vallée, prior de los dominicos de Dijon, muy relacionado con la comunidad. Este encuentro ayudó a Isabel a profundizar aún más su fe en Dios-amor (a lo que la había ayudado también la lectura de Teresita) y, especialmente, a profundizar en el misterio de la Trinidad. O más propiamente: le ayuda a dar una comprensión teológica, «doctrinal», a lo que ella llevaba mucho tiempo viviendo. A partir de este momento, comenzará a usar su nuevo nombre en algunas de sus cartas: Isabel de la Trinidad.
Las semanas previas al ingreso en el Carmelo, previsto para el 2 de agosto de 1901, fueron especialmente dolorosas para el «trío». Isabel sufre por tener que separarse de sus seres queridos; y sufre también porque les hace sufrir, especialmente a su madre. Pero la decisión está firmemente tomada y así, aquel viernes, de mañana, Isabel cumple por fin su sueño, tanto tiempo anhelado, y cruza la puerta del Carmelo.
Tras unos felices meses de postulantado, Isabel tomó el hábito el 8 de diciembre de ese mismo año, iniciando el noviciado. Los trece meses de noviciado fueron, por el contrario, muy duros. Pasó por una auténtica noche de la fe: gran aridez en la oración, algún período de escrúpulos, su gran sensibilidad que sufre al tener que adaptarse a su nueva vida en el Carmelo, la ausencia de la música… Fueron una auténtica prueba, hasta el punto que, la víspera de su profesión, Isabel dirá a una hermana que se encuentra «en el colmo de la angustia», y la priora llamará a un sacerdote –el P. Vergne– para que discierna con Isabel si realmente está en condiciones de dar el paso que se dispone a dar. Pero en esta prueba Isabel saldrá vencedora, y de ella saldrá purificada. En ella, Isabel ha aprendido a vivir de fe, a vivir el cielo en la fe, el cielo en la tierra.
El 11 de enero de 1903 hizo su profesión religiosa, y el 21 tuvo lugar la ceremonia de la velación: es ya una carmelita descalza. Se le encomienda el oficio de segunda tornera de la comunidad, e Isabel comienza el ritmo de vida de una carmelita de la época: trabajo y oración cotidiana; silencio y soledad para el encuentro con el Amado y una rica vida comunitaria; ejercicios espirituales comunitarios y personales una vez al año… Desde el principio, Isabel llama la atención a sus hermanas de comunidad por su amor al silencio y a la vida interior. Y llama también la atención por su manía de hablar siempre de la Trinidad, de poner en todo el sello de los Tres.
Desde el retiro del Carmelo, Isabel no olvida a sus seres queridos. Vive con gran alegría el matrimonio de su hermana Margarita con Jorge Chevignard, el 15 de Octubre de 1902. Con la misma emoción vivirá el nacimiento de sus dos sobrinas: Isabel, el 11 de marzo de 1904 y Odette, el 19 de Abril de 1905. Y desde el silencio del Carmelo estará muy cercana a su madre y a todas sus amistades, con las que mantendrá una fluida relación epistolar, a través de la cual Isabel les comunicará y compartirá lo más hermoso de su vida el Carmelo: su experiencia del Dios-Amor, del Dios Trinidad que la habita y en quien habita; el gozo de vivir ya como en el cielo, viviendo la intimidad con Dios en la fe; su deseo de identificación con Cristo, de ser una humanidad suplementaria que prolongue la encarnación del Verbo. Y además, Isabel estará también atenta a todos los problemas, a todas las necesidades, a todas las inquietudes de los suyos. Ella se lo había repetido con frecuencia: que las rejas del Carmelo no la separarían de nadie, que desde allí viviría más unida a ellos. Y así lo hace.
Durante este tiempo, Isabel leerá con profusión a san Juan de la Cruz, las cartas de San Pablo, los escritos de san Juan y algunos autores místicos. Fruto de estas lecturas, y en concreto de la carta de san Pablo a los Efesios, será el descubrimiento de su vocación definitiva: ser «Alabanza de Gloria de la Santísima Trinidad». Éste será también su nuevo y definitivo nombre: «Laudem Gloriae», «Alabanza de Gloria». Este ideal va a iluminar los tres últimos años de su vida; con él llevará Isabel a plenitud su vocación y su camino espiritual.
Una noche, el 21 de noviembre de 1904, al concluir unos ejercicios espirituales comunitarios, Isabel compone su oración a la Trinidad, la conocida como Elevación a la Santísima Trinidad. En ella va a condensar todo lo que está viviendo en ese momento: su amor apasionado a la Trinidad; su comunión e intimidad con Ella, que la lleva a vivir como si ya estuviese en la eternidad; su amor a Cristo y su deseo de identificarse con Él. Esta plegaria revela una Isabel madura, que se ofrece a la Trinidad; una Isabel a la que parece que ya sólo le resta consumar su entrega.
Desde el verano de 1903, Isabel tenía problemas con su salud: se cansaba mucho y tenía frecuentes problemas de estómago. Ella es fuerte, está acostumbrada a sufrir en silencio y calla: nadie se da cuenta. Pero a principios de 1905 la situación empeora: se siente agotada, sin fuerzas. Durante la cuaresma de ese año, la Madre Germana de Jesús le concede algunas excepciones a la Regla, y en agosto su debilidad es tal que tiene que ser liberada de su oficio de segunda tornera, y pasa las mañanas, sentada en un rincón tranquilo del jardín, realizando algún trabajo sedentario. Isabel estaba herida de muerte. Ella no lo sabía, pero padecía la enfermedad de Addison, entonces incurable. A finales de marzo de 1906, Isabel entra en la enfermería del convento. Allí pasará los últimos ocho meses de su vida, viviendo lo que la Madre Germana calificaría más tarde en la circular necrológica como «una auténtica subida al Calvario». El 8 de abril sufre una grave crisis, piensan que es el final, se le administra la Unción y la comunidad reza por la moribunda. La crisis se supera, pero el estado general de Isabel es cada vez peor. Apenas puede comer, y beber es para ella un auténtico tormento, ya que las llagas en la boca y en el estómago convierten estos sencillos actos en una auténtica tortura. Siente como un fuego que la consume, como si se abrasase por dentro. Los últimos ocho días no pudo comer ni beber. Seguramente murió de sed.
Isabel vivió su enfermedad con una gran intensidad espiritual: fue para ella el momento culminante de su identificación con Cristo. Ella se siente como la esposa que le acompaña al Calvario. Se siente, ahora ya sí, definitivamente identificada con Cristo; se siente otro Cristo. Como Él, Isabel se ofrece al Padre en sacrificio de amor: su lecho es el altar en el que, día a día, ella se ofrece, unida a Cristo, como «hostia de alabanza de su gloria». En medio de sus terribles dolores, Isabel se siente consumida por el amor.
A finales de octubre, la enfermedad entra en su fase terminal: el 30 guardará cama definitivamente, el 31 recibirá la extremaunción por segunda vez. El 1 de noviembre comulga por última vez y entra en un estado de silencio casi absoluto. Las últimas palabras que se le oyeron pronunciar fueron: «Voy a la luz, al amor, a la vida». Y así, en silencio, partió Isabel hacia la Luz, hacia el Amor y hacia la Vida la madrugada del 9 de noviembre de 1906. Tenía tan sólo 26 años de edad. Fue declarada Beata por el Papa Juan Pablo II el 25 de noviembre de 1984.
Miguel Valenciano, OCD. Sor Isabel de la Trinidad – Obras Completas. Editorial Monte Carmelo, 2004, sexta edición. “Breve historia” p. 13.
[1] Las biografías en español de la Beata Isabel de la Trinidad no son muy numerosas. Señalo a continuación algunas que nos pueden ayudar a conocer mejor a Isabel: GERMANA DE JESÚS, Isabel de la Trinidad. Recuerdos (Logos 28), EDE, Madrid 1985; C. DE MEESTER, Así era Sor Isabel de la Trinidad. Vida contada por ella misma, Ed. Monte Carmelo, Burgos 1984; B. SESÉ, Vida de Isabel de la Trinidad, Ed. San Pablo, Madrid 1993. Por des- gracia no contamos todavía con una buena biografía crítica.