Carta para los hermanos y hermanas de las Ciudades de Dios
Carta para los hermanos y hermanas de las Ciudades de Dios, enviada desde Venezuela por el padre José Arcesio Escobar, director de la Fundación Santa Teresa de Ávila y creador del Proyecto de las Ciudades de Dios:
Los Teques, Venezuela, 25 de junio de 2015
Muy queridos hermanos y hermanas:
Desde un lugar hermoso, ubicado en la cumbre de las montañas venezolanas donde me encuentro dando retiros a las hermanas Adoratrices, hoy, en el día que celebramos el nacimiento de san Juan Bautista, les escribo esta carta que tiene dos objetivos: saludarles, a la vez que recordar algunos principios fundamentales de lo que son y deben ser nuestras Ciudades de Dios.
Las Ciudades de Dios nacieron inspiradas por el Espíritu, casi sin darnos cuenta; pues se fueron configurando rápidamente como si el Señor tuviera premura de que se abrieran estos lugares de oración, fraternidad y servicio en muchos lugares de nuestra geografía colombiana. El fundamento de nuestra vida está en el trato con Dios; trato amoroso y cercano, sintiéndolo como Padre providente que nos cuida y sustenta cada día. Somos una comunidad de personas que amamos al Señor, que buscamos vivir el Evangelio de manera personal y comunitaria, intentando servir a los hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados. Acogemos con humildad el llamado universal a la santidad, patrimonio de todos los bautizados y lo tenemos como ideal de vida, recordando que la cotidianidad es la mejor escuela de santidad. La experiencia de Dios, experiencia orante y contemplativa, nos lleva a compartir como hermanos nuestra fe y nos empuja a hacerla efectiva en el caminar cercano con los hermanos pobres, necesitados y buscadores de Dios que el Señor nos regala. Alguien decía que la contemplación no consiste tanto en intentar ver a Dios sino en procurar mirar con los ojos de Dios a las personas y al mundo. Oración, vida fraterna y servicio, tres pilares de una sola realidad que sostienen nuestras Ciudades de Dios.
Mística y profecía, contemplación y acción, oración y servicio forman la razón de nuestro vivir comunitario. El Evangelio orado y meditado cada día en la lectio divina es nuestra norma de vida. Creemos que sólo se puede entender la Escritura viviéndola. El papa Benedicto XVI, en la Exhortación Verbum Domini 85, nos dijo que los religiosos “con su vida de oración, escucha y meditación de la palabra de Dios nos recuerdan que” no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Cf. Mt4,4)” En la misma Exhortación, en el mensaje final, nos dice que “la Palabra antecede y excede a la Sagrada Escritura”, es decir que está presente, sí, en la Biblia; pero también en la comunidad, en la historia, en la realidad y en el rostro sufriente del pobre. Ver, reconocer, narrar y compartir la presencia y acción del Señor en cada jornada, nos lleva a interiorizar la Palabra y a descubrir a Dios actuando en la vida. Estos han de ser temas permanentes de nuestros encuentros y conversaciones.
La oración litúrgica, la oración personal y comunitaria es el alimento de cada una de nuestras jornadas vividas en una dimensión de permanente servicio. Tenemos muy presente el cumplimiento del mandato que nos ha hecho el papa Francisco de ser “Discípulos y Misioneros”. Soñamos y procuramos vivir en el corazón contemplativo y laborioso de la Familia de Nazaret, procurando una relación personal con cada una de las tres personas sagradas que la conforman: Jesús, María y José. Jesús es nuestro amigo, referente de vida, compañero de camino, Señor de nuestra existencia cuyas enseñanzas seguimos y sus huellas pisamos.
María es considerada por nosotros como la Madre, la amiga, maestra, la hermana de camino, el modelo de sierva del Señor, nuestra protectora y guía en el seguimiento de Jesús. José, silencioso y humilde, orante y obediente, amoroso y trabajador, hombre de fe y acción es modelo de vida en el camino hacia Dios y gran intercesor ante el Señor en nuestras necesidades.
Oramos y servimos en comunidad manteniendo una “Advertencia amorosa, como diría san Juan de la Cruz, para “escuchar a Dios donde la vida clama”. Con humildad intentamos dar respuesta a las necesidades de las personas a quienes servimos en cada Ciudad de Dios de acuerdo al carisma de nuestros Fundadores y a las necesidades del lugar donde nos insertamos y plantamos las Ciudades de Dios que Él nos regala.
La coherencia de nuestra vida viene de la conciencia de ser personas que nos postramos para adorar al Señor y nos levantamos para servirlo en los hermanos. Todos unidos con los hermanos y las hermanas de las otras Ciudades de Dios procuramos realizar una misión y apostolado inter-congregacional como nos lo pide el Papa y la Iglesia hoy. Ofrecemos nuestros brazos, nuestros ser y nuestros espacios de las Ciudades de Dios para acoger a la gente que nos visita, procurando que nuestra casa sea casa de todos. Escuchamos con respeto y amor a quienes vienen cargados con las realidades de la vida y, mientras les escuchamos les amamos y oramos por ellos y con ellos, convirtiéndonos en humildes canales del amor y misericordia sanadora del Señor para sus hijos. Tenemos la certeza de que quien se siente amado recobra la conciencia de su dignidad de persona humana e hijo de Dios. Trabajamos en lo que podemos, para conseguir el sustento diario, con el cuidado de confiar más en la Providencia que en nuestras capacidades y esfuerzos. Soñamos con un mudo unido, fraterno, feliz y colaboramos para que ese sueño de Dios se haga realidad en la tierra: “Padre, que sean uno como nosotros somos uno”. Ante la fragmentación de la familia y destrucción del tejido social, luchamos por construir la gran familia universal. En nuestras Ciudades de Dios, los más importantes siempre han de ser los menos valorados por la sociedad; los más débiles, limitados, enfermos, ancianos y niños, buscadores de Dios, peregrinos de la Verdad. Sentimos a cada persona como un regalo de Dios, descubriendo, desde la fe, la presencia de Jesús en cada hermano a quien servimos y acogemos con amor, fundamentados en lo que el Señor nos dijo “Todo lo que hagáis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hacéis”. Los niños, ancianos, familias, jóvenes, indígenas, afro descendientes, limitados físicos, toxico dependientes, madres solteras, campesinos etc. son objeto de nuestra preocupación y trabajo, el cual realizamos según el carisma de cada comunidad y las posibilidades con las que contamos. Curar las heridas del cuerpo y del alma de nuestra gente es tarea primordial cada día.
Seamos siempre un Faro de luz que se enciende en medio de la oscuridad que vive el mundo y nuestros pueblos; seamos levadura en la masa, un vaso de agua que alivia y refresca a los cansados y oprimidos. Ser sal de la tierra y luz del mundo ha de ser nuestra permanente tarea. Procuremos en todo “ser Amigos Fuertes de Dios”, siendo entre nosotros amigos en el Amigo. Que nunca caigamos en la tentación de las grandes obras; realicemos sólo lo que el Espíritu nos va indicando que podemos y debemos realizar. Somos tan solo un signo humilde que habla de la presencia y acción del Señor entre nosotros. Acogemos con gozo los tres objetivos que el Papa nos ofrece para vivir el Año de la Vida Consagrada: Mirar el pasado con gratitud. Vivir el presente con pasión. Abrazar el futuro con esperanza. Por último, recibimos con disponibilidad y gozo la carta Encíclica LAUDATO SI, del Papa Francisco, sobre “El cuidado de la casa común” y nos comprometemos a hacer de nuestras Ciudades de Dios espacios ecológicos donde se ame, valore y promueva el cuidado de la tierra y del medio ambiente; de nuestra casa, casa de todos regalada por Dios para habitarla, cuidarla y ser felices.
La Virgen Madre, Nuestra Señora de las Ciudades de Dios, nos ampare con su manto y nos conduzca por el único camino que es la Verdad y la Vida: Jesús.
José, padre y señor nuestro, cuide el caminar espiritual de todos nosotros llevándonos a vivir la santidad cotidiana y nos provea de lo necesario para el camino en este santo viaje.
Un abrazo fraterno para cada uno y cada una, su hermano
José Arcesio