SAN JOSÉ Y EL CORONAVIRUS
Y esta esperanza no nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).
La humanidad está aterrorizada por la pandemia que se ha presentado de manera inesperada y, por ahora, incontrolable. La llegada del coronavirus ha paralizado al mundo entero y se dice que lo peor está por venir. Los países se han aislado, las fronteras se cerraron, los colegios, universidades, empresas, todas las instituciones han cerrado y toda actividad ha cesado.
Las ciudades se encuentran desérticas, la economía mundial se desplomó, los contagios se multiplican segundo a segundo, las personas mueren en los países, los hospitales están colapsados y, de repente, todo se hunde, casi sin que nos demos cuenta de cuándo ni cómo está sucediendo todo esto. Nos sorprende igual que cuando se produce un terremoto o cualquier otra catástrofe natural inesperada. Ya en Colombia los contagiados reconocidos suman casi cien. Una de las consecuencias más dolorosas es la cancelación de todas las celebraciones religiosas, el cierre de los templos, la prohibición de celebrar la eucaristía, la orden de no celebrar la Semana Santa, e, incluso, la imposibilidad de acudir a las capillas y oratorios. Todo esto es comprensible, dada la facilidad con la que el virus se transmite y la rapidez con que se expande, sin embargo no deja de ser inmensamente doloroso para un pueblo creyente como el nuestro.
Estamos viviendo una verdadera noche oscura y todos anhelamos que pase con prontitud. Soñamos con volver a la normalidad, salir de la pesadilla, sentir que podemos volver a respirar con confianza y tranquilidad. Sueño con el día en que los niños puedan volver al jardín de la Ciudad de Dios, en que la gente venga de nuevo a buscar al Señor y la ayuda que solemos brindarles. Es horrible pensar que cualquier persona podría ser portadora del coronavirus, cualquiera de nosotros, y que no podemos saberlo, pues el virus se demora en incubar y en manifestarse, presentándose en muchas ocasiones de manera asintomática.
Yo he vivido momentos terribles y angustiantes: ayer recibimos un comunicado de parte del Obispo ordenándonos aislarnos, cerrar los templos y no celebrar la eucaristía ni los sacramentos para el público. A la vez, recibimos la orden del gobierno de aislar totalmente a los adultos mayores para evitar todo riesgo, pues son los más vulnerables. Esto me impactó mucho, aunque lo comprendo, pero es muy duro asumirlo. Sobre todo en la Ciudad de Dios, que es una casa de puertas abiertas para todos y lugar de esperanza y consuelo para muchos. Es aquí donde con frecuencia llegan los venezolanos, desplazados por la realidad de su país, a pedir ayuda, y muchos pobres acuden a buscar fortaleza física y espiritual en esta Ciudad de Dios. Este es un lugar de escucha, de celebración del sacramento de la reconciliación y de oración incesante por los enfermos y por los hermanos que vienen de todas partes a buscar alivio y consuelo en el Señor.
Sentir que es obligatorio, necesario e inminente el cierre de las puertas de la Ciudad de Dios, me causa un dolor profundo y una gran confusión. Es justo en este momento cuando la gente nos necesita y, sobre todo, necesita al Señor, su consuelo, su cercanía, su presencia. Durante tantos años, veinte al menos en este lugar, me he dedicado a acoger y atender a las personas que lo van requiriendo, y a orar por ellas. En este momento siento una presión muy grande, pues todo indica que debo tomar distancia de la gente e incluso impedirles que ingresen a la Ciudad de Dios, pues es necesario proteger a los abuelitos, los hermanos y hermanas, a todos los habitantes de la Ciudad de Dios. Me dicen que si yo resultara contaminado al atender a las personas que vienen de fuera, transmitiría el virus a los de dentro.
¿Cómo puedo yo negarme a atender o a confesar a alguien que lo requiera, sabiendo que soy sacerdote y que esa es mi misión? Pero por otro lado está la obediencia y el riesgo en que puedo poner a toda la gente que vive con nosotros. Voy sintiendo una profunda oscuridad y desespero interior.
Ayer y hoy he vivido experiencias terribles que no quisiera volver a enfrentar nunca. Decidimos celebrar la eucaristía en comunidad, a puerta cerrada, sólo las hermanas y los hermanos. Justo cuando iba cruzando por el segundo piso, de manera casi clandestina, para dirigirme hacia la capilla, un grupo de personas que estaban abajo esperándome me vieron y me pidieron que los atendiera. Les dije que estaba ocupado y no podía hacerlo. Me suplicaban que bajara y les regalara al menos cinco minutos. Sentía que no podía decirles que no, pero tampoco podía decirles que sí, dado que acabábamos de recibir la orden del párroco y del obispo, con quienes hablé telefónicamente, de obedecer las instrucciones del gobierno y de las entidades de salud pública. Fue muy duro negarme a bajar a escucharlos y seguramente a ayudarles con algún mercado o algo parecido, y continuar mi camino, justo para irme a celebrar la eucaristía. Este hecho no me dejaba en paz. Hoy se repitió lo mismo. En las horas de la tarde, cuando iba a celebrar la eucaristía en la casa de las Hermanas Carmelitas de Nazaret, para concluir su retiro, dos señoras me abordaron y me pidieron que les ayudara, que necesitaban que les tendiera la mano pues tanto ellas como sus esposos habían sido despedidos de los empleos y no tenían con qué comer. Además, que en el pueblo les habían dicho que el padre Arcesio estaba repartiendo mercados y que por eso venían a buscarme para que les ayudara. Fue durísimo para mí atenderlas desde el segundo piso, precisamente desde el balcón de la capilla por donde pasaba cuando me llamaron. Era desde lo alto que yo les hablaba y no podía ser así. Sin embargo, el solo hecho de bajar a atenderlas y darles un mercado, haría que muchos otros vinieran y eso haría imposible el aislamiento obligatorio al que estamos sometidos, exponiendo por mi culpa a las personas de la ciudad de Dios. Con el alma partida les dije que nosotros estábamos en iguales condiciones pues necesitábamos alimentar a toda la gente de la Ciudad de Dios y debíamos buscar ayudas para continuar haciéndolo. Terminaron aceptándolo, aunque con un rostro entristecido, y yo quedé con mi ser doblegado y angustiado hasta más no poder, sobre todo después de que ayer nos enviaron de una empresa una camioneta repleta con alimentos, pastas, salsas, brownies, etc., que sin embargo, obviamente, buscaremos la forma de compartir con mucha gente. Sentí el impulso de ir a darles algo de todo eso, pero inmediatamente pensé que si lo hacía muchos se enterarían, como con frecuencia ha sucedido, y se vendrían a buscar esa ayuda que bien podemos dar, pero esto implicaría que seguirían ingresando a la Ciudad de Dios, cosa que no es posible ahora. Además, estaría incurriendo en desobediencia.
Destrozado en mi corazón me fui a celebrar la eucaristía con las hermanas y a preguntarle a san José qué debía hacer. Durante nuestra reflexión saqué varias enseñanzas de lo que él podría decirnos hoy:
Al recibir en sueños el anuncio del Ángel del Señor que le mandaba irse a un país extraño, con su mujer y el niño recién nacido, para evitar que Herodes lo matara, seguramente san José experimentaría lo que nosotros sentimos ahora, una gran impotencia, una angustia y una oscuridad terribles. Sin embargo, “se levantó José y tomó de noche al niño y a su madre, y partió para Egipto, y allí permaneció hasta la muerte de Herodes” (Mt 2, 13-15). Tomar a María y al niño Jesús y marcharse con ellos es una gran enseñanza que nos deja hoy san José. Aferrarnos a ellos nos ayudará a enfrentar esta gran crisis por esta pandemia que azota a la humanidad.
Un segundo elemento que aparece con mucha claridad es la obediencia. José no hizo lo que mejor le parecía, ni siquiera opinó nada; el texto sagrado nos dice tan solo que “José se despertó del sueño e hizo lo que el ángel le había mandado” (Mt 1, 24). Eso es todo, no hay que hacer nada más, simplemente obedecer, aunque me parezcan mejor otras determinaciones y mis opiniones sean diferentes sobre lo que más nos convenga; José obedeció y eso es lo que tenemos que hacer nosotros. Es lo que tengo que hacer en este momento y siempre: obedecer.
José aceptó su pobreza, su impotencia ante los acontecimientos que se le presentaban. Nuestra tarea, y la mía hoy, es aceptar esta gran pobreza, esta impotencia de no poder ayudar a todo el mundo como quisiéramos, recluirnos con nuestros hermanos, nuestros abuelos y nuestra gente de la Ciudad de Dios hasta nueva orden. Que se haga la voluntad del Señor en mí y en todos nosotros.
José se dispuso a acoger y acatar la voluntad de Dios, aunque no la entendiera ni comprendiera por qué querían matar a su hijo indefenso. Y se pone en camino en medio de una circunstancia muy particular y significativa: “era de noche”. No era una simple noche cósmica, era también una noche oscura para su espíritu, para su razón y para todo su ser, que no podía comprender nada; sin embargo, se deja conducir por el misterioso designo de Dios sobre su vida y sobre la vida de su familia. Me impresiona ver a José caminar progresivamente hacia el centro de esa noche, hundiéndose en una noche cada vez más oscura, pues dejar su tierra, su cultura, su país, sus derechos como ciudadano, para sumergirse en un largo, peligroso y desconocido viaje por el desierto, cruzando inhóspitas tierras, sin saber a dónde llegaría, esto era dirigirse al centro de una noche oscura, terriblemente oscura, con la única certeza de que en el fondo de esa gran oscuridad estaba la luz, pálida y tenue, de la fe y de la esperanza que lo animaban. Era una terrible noche, angustiante, al igual que lo que vivimos nosotros ahora, o lo que vive un secuestrado y su familia, soñando con el día en que todo eso termine, o también lo que puede enfrentar la gente de nuestros pueblos, invadidos por los grupos armados y amenazados constantemente, enfrentándose a la muerte momento a momento. Esta noche oscura, de la cual no huyó san José, sino, por el contrario, hacia cuyo centro y corazón se encaminó, nos habla de confianza en medio de la crisis, abandono sereno, certeza de que no se va solo sino que se camina con Dios, “aunque es de noche”, como diría san Juan de la Cruz.
San José, y lógicamente también su esposa María, enfrentaron esta gran crisis con tres armas poderosas que también nosotros tenemos en nuestras manos: el amor, la oración y el servicio. José y María amaron hasta el extremo a ese niño que se les confiaba, habrán orado sin descanso para pedir a Dios su protección para el pequeño y para ellos, y habrán servido con todo lo que podían al recién nacido, para que no sufriera y no se le hiciera tortuoso el camino. Así debemos enfrentar nosotros esta pandemia y lo que ella ha suscitado en la vida de todos: orando, amando y sirviendo.
Contemplo a José y a María de camino, con el Niño, y descubro el gran valor de la sencillez en el obrar. San José no necesitó grandes cosas, simplemente acató la voluntad de Dios y con gran sencillez hizo eso que se le pedía. La figura de san José en la historia sagrada se presenta con gran sencillez, casi como un desconocido. Su vida de Nazaret transcurre de manera normal, corriente. También con sencillez acepta a María, a pesar de estar esperando un hijo que no era de él. José vivió con sencillez su cotidianidad. Con sencillez muere, inadvertido, y con sencillez se hace presente en la vida de la Iglesia, caminando con ella, pero procurando que los protagonistas siempre sean Jesús y María. Con sencillez debemos seguir caminando nosotros en medio de esta tormenta, confiando siempre en el Señor, en María su madre y en José, nuestro padre y protector.
José se dedicó a proteger a la Sagrada Familia, familia que ahora somos nosotros. Por eso confiemos serenamente en lo que Dios nos va permitiendo vivir, conservando la esperanza y la certeza de que no vamos solos, sino que san José viene a nuestro lado, y con él, por supuesto, Jesús y María.
Es el momento de poner en práctica lo que creemos y de vivir el día a día como el Señor nos lo vaya presentando. Pidamos siempre a san José que nos ayude “a cumplir la misión que cada día el Señor nos encomiende, con la misma docilidad con la que siempre estuvo abierto para acatar su voluntad. Que el amor impregne las acciones que realicemos y adoremos inenterrumpidamente a la Santísima Trinidad que nos habita”, como le rezamos a san José cada día, en la oración de la comunidad.
Confiemos en Dios, que nos llevará a puerto seguro y nos dará los medios para seguir dando la vida por los demás.
Fr. José Arcesio Escobar E., ocd