EL VOTO DE CASTIDAD
Castidad: Amor entrañable.
Una comunidad amorosa, compuesta por personas amorosas, al servicio del amor
Casto es el que entrega su vida amando
Lectura del santo evangelio según san Juan (15,12-17):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Este es mí mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».
El voto de castidad es el voto del amor. Con él nos identificamos con Cristo en su vida, en su manera de relacionarse con el Padre, con sus discípulos y con toda la gente. Es el voto de amar sin límites, intentando amar a la medida de Dios; para esto nos creó Dios a “imagen y semejanza suya” (Gen 1,26-27), capacitándonos para vivir la plenitud del amor, como ama Dios mismo.
El amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es un amor infinito, total y absoluto, de doble movimiento: aceptación y entrega. Las tres Divinas Personas de la Trinidad se donan totalmente a las otras dos Personas Divinas, sin límites, hasta el extremo y a la vez se reciben mutuamente sin límites, hasta el extremo. Ese amor que se profesan y los hace Uno (Jn 10,30), conservando cada uno su identidad de Persona Divina, siendo Un solo Dios, es comunión plena y total. Esta comunión engendra vida y vida en abundancia (Jn 10,10), la cual no se queda detenida en el seno de la familia Trinitaria sino que se desborda y entrega a la humanidad, creando a todos los seres, pero de manera concreta y privilegiada a los seres humanos, como fruto y consecuencia lógica de ese amor y de esa entrega. Al crear a los seres humanos a su imagen y semejanza, los hace parte de esa familia Trinitaria, les da a conocer la esencia misma de ese amor que los une y también viene a morar en el corazón de todos, en especial de quien lo recibe: “Al que me ama, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).
La creación del hombre acontece, entonces, como fruto del desbordamiento del amor sin límite de Dios, que engendra vida, seres humanos con capacidad de Dios, creados por amor, a su imagen y semejanza, para amarse como ama Dios, dándose a totalidad y recibiéndose a totalidad. El amor siempre está en dinamismo de creación, de donación y receptividad, y esto engendra una vida extraordinaria que produce la verdadera felicidad y hace que los seres humanos seamos lo que somos desde la creación misma: seres creados para amar al estilo de Dios.
Jesús nos da un único mandamiento: el del amor. “Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12-13). Al darnos este mandamiento nos está garantizando que nos da la capacidad de amar como Él, ya que Dios no puede pedirle al hombre algo que sea incapaz de hacer. Primero lo capacita y luego le pide que ejercite ese don extraordinario que le regaló en su esencia al crearlo. Al pedirnos Jesús que “amemos como Él nos ha amado”, nos está pidiendo donarnos como Él lo hizo y lo sigue haciendo. Para esto necesitamos reconocer a Dios como la fuente de amor verdadero y recibir de Él permanentemente su amor, para entregarlo. Su amor es el Espíritu Santo, que se nos da gratuitamente cuando lo pedimos en fe y amor (cf. Lc 11,13). Jesús nos pide entrar en relación y comunión de amor Trinitario, a la vez que nos pide reservarnos para Él, no pertenecernos a nosotros mismos, vivir ya no para nosotros sino para Él, que por nosotros murió y se entregó para nuestra salvación. Nos pide tomar conciencia de que ya no nos pertenecemos sino que somos propiedad de Otro para el servicio de los otros. Para esto nos ha reservado, separado: “ya no son del mundo”, “en el mundo mas no del mundo” (cf. Jn 17,14-16).
La castidad, entonces, es reservarme para Dios porque fui reservado, separado, por Él y con Él, y desde Él, para el amor y servicio de los demás, para la vivencia de la entrega total y absoluta al Amigo y a los amigos en el Amigo, como enseña la Santa Madre Teresa de Jesús. Esto hace que mi amor sea universal, que llegue a todos, pues mis amigos, mis hermanos, son los amigos y hermanos de Jesús.
Jesús nos pide conocer a Dios infinitamente amoroso y vivir en Él, con Él, por Él, para Él. Ese contacto amoroso con Dios nos lleva a un conocimiento profundo de nuestra esencia amorosa y nos lanza a amar con las características del amor verdadero a los hermanos, haciéndonos castos en nuestra vida de seguimiento al Señor. Según Corintios 13, el amor con el que debemos relacionarnos debe tener estas características: “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás” (1Cor 13,4-8).
Por tanto, casto es el que ama. El que ama al estilo de Dios reflejado en Cristo, con el amor que Él nos transmite, y que ama hasta las últimas consecuencias.
Una comunidad que ama está compuesta de amigos. Es una comunidad donde sus miembros se experimentan separados, escogidos para ejercer el mandato del amor por excelencia y como razón única de su existir en el mundo. Descubrirse escogidos y separados para una misión especial los lleva a compartir ese gran misterio de elección y los hace amigos, les permite amarse fraternalmente con el amor de quien los eligió: el Señor. Se saben invitados a configurarse con Cristo y, desde allí, a dar la vida para que otros tengan vida en abundancia, vida eterna. Viviendo estrechamente la amistad con Cristo, y desde Cristo con los demás, daremos frutos permanentes y ese fruto perdurará ya que no está determinado por las circunstancias o por la respuesta positiva de los otros; es un amor que se anticipa a amar, sin condiciones, porque “Él nos amó primero” (1Jn 4,19), es decir, antes de que diéramos una respuesta afirmativa o de aceptación a ese amor que nos ofrece. Es un amor que se anticipa a amar y se dona gratuitamente. “Así como yo los he amado, ámense ustedes unos a otros” (Jn 13,34). Esta es la talla, la altura y condición del amor que se nos pide desde nuestra consagración al Señor y desde la vivencia del voto de castidad. Para que la vivencia de nuestra castidad sea auténtica, anticipémonos a amar siempre, tomemos la iniciativa de donarnos de manera permanente, ininterrumpida, entregarnos por entero a todos sin esperar que los otros tomen la iniciativa y tampoco esperando respuesta alguna; amemos siempre y con diligencia como lo aprendemos a hacer viendo a Jesús amar. De esta manera “todo lo que pidamos al Padre, nos lo dará” (Jn 14,13), garantizando la posibilidad de servir a todos, desde el Señor, realizando el ejercicio de entregar a los demás lo que a diario, y de manera permanente, recibimos del seno y corazón mismo de Dios, que es amor en su intimidad y esencia.
De allí que podemos decir que somos una comunidad amorosa, compuesta por personas amorosas, al servicio del amor. Nuestra castidad no tiene como fundamento la continencia ni una renuncia solamente disciplinaria; no tenemos una mirada negativa frente al amor y a las relaciones interpersonales, al contrario, nuestro voto de castidad está en función del amor. Somos castos para servir, para hacernos “siervos del amor”, como proclaman nuestros místicos carmelitas. Amamos y enseñamos a amar amando. Por eso nuestro mejor testimonio de vida es el empeño en construir una comunidad amorosa, donde las personas se sientan amadas y con ello reciban la cercanía del amor de Dios, que se les comunica por mediación nuestra; al entrar en este ámbito amoroso, se sanan de las heridas de su vida dejadas por el desamor. Es una comunidad amorosa, compuesta por personas amorosas, que sabiendo y conociendo sus límites se abandonan en las manos de la fuente del amor que es Dios, para que impregnándose de ese amor amen con el amor de Dios mismo y entreguen, cual canal limpio y libre, el torrente del amor que Dios nos comunica. Por tanto, no se pretende ni se exige la perfección del amor humano sino simplemente la disponibilidad para dejar que el amor de Dios pase a través de nosotros y llegue a sus destinatarios, que son todas las personas, pero con particular atención los pobres y menos favorecidos en el mudo. Esto garantiza que todos seamos candidatos para vivir este amor casto, aunque tengamos muchos límites, traumas y realidades por resolver y armonizar. Es una comunidad que va en camino, que vive su proceso de transformación del corazón, transformación desde dentro, de curación de todo el ser, y lo hace disponiéndose para amar, es decir, la medicina mejor para curarse es darse, es compartir, entregar la misma medicina que recibimos y que pasa por nosotros hacia los demás. No tenemos que esperar a ser perfectos o estar totalmente sanos para poder amar con el amor del Señor, ya que este amor no proviene sólo de nosotros sino que la fuente es Dios mismo y nosotros somos sus intermediarios. De allí que, por la gracia de Dios, podemos llegar a ser una comunidad amorosa, compuesta por personas amorosas, al servicio del amor.
Jesús es el Amigo que nos llama amigos para que seamos amigos entre nosotros y llevemos al mundo la verdadera amistad. “Ya nos os llamo siervos sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. A vosotros os he llamado amigos porque os he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre y os he destinado para que vayáis y deis fruto en abundancia y vuestro fruto perdure; esto os mando, que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (cf. Jn 15,12-17). Jesús nos llama amigos y demuestra ese amor amándonos como somos, aceptándonos en nuestra propia indigencia y realidad y en nuestras inmensas capacidades, dadas por Él mismo. Nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos deja sentir su amistad y nos invita a ser amigos entre nosotros, llevando al mundo esta buena noticia del amor verdadero hecho amistad, lo cual llega como una luz en medio de la soledad en la que viven tantas personas. Nosotros somos los amigos de los que no tienen amigos porque representamos a Jesús Amigo que se aproxima a todos para dar calor, abrigo, escucha, cercanía, ternura, amistad, esto es, vida eterna. El voto de castidad es el voto de vivir en amistad verdadera. La castidad es la reserva de todo nuestro ser para vivir entregándonos en amor y amistad verdadera como un servicio gratuito y gozoso a Dios y a los hermanos.
Jesús llamó a los discípulos amigos, hermanos: “ya nos os llamo siervos sino amigos”(Jn 15,15). “Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán” (Mt 28,10). A nosotros también nos tiene ubicados en esas categorías de amigos y hermanos, lo que nos hace infinitamente felices y fecundos. Por eso nuestra castidad es donación plena, como la de Jesús, y no cerrazón egoísta en nosotros mismos. No hacemos un voto de no amar o renuncia al contacto amoroso con los demás, sino que, por el contrario, hacemos el voto de amar hasta el extremo, amando sin egoísmo, sin búsquedas personales, sin manipulación de las personas y sus sentimientos, sin autoafirmaciones y pretensiones egoístas. Nuestro amor es un amor puro, transparente, amor casto como el de Jesús, amor de amigos, que no pretende retener nada para sí, sino que, al contrario, lo que busca es una entrega sin límites y por eso recibe sin límites el amor de la fuente misma de ese amor, que es Dios, para entregarlo sin límites.
Santa Teresa exhorta a amarse plenamente los que han sido llamados a vivir juntos en el seguimiento del Señor:
“Cuanto a la primera, que es amaros mucho unas a otras, va muy mucho; porque no hay cosa enojosa que no se pase con facilidad en los que se aman y recia ha de ser cuando dé enojo. Y si este mandamiento se guardase en el mundo como se ha de guardar, creo aprovecharía mucho para guardar los demás; mas, más o menos, nunca acabamos de guardarle con perfección” (Camino de Perfección 4, 5).
Somos siervos del amor que vivimos amando y enseñando a amar desde la vida misma y con la gracia de Dios, que todo lo obra en nosotros.
Al acoger el don gratuito de la castidad, nos comprometemos a cuidarlo con diligencia como el manantial puro y cristalino de nuestro existir. De allí que renunciamos a amar exclusivamente a una persona y a dedicarnos solo a ella. Renunciamos a un proyecto de vida donde los otros sean excluidos. Nuestro amor único y total es al Señor y desde allí nos abrimos al amor universal, pero concreto, con las personas que Dios va permitiendo que formen parte de nuestra familia, nuestra comunidad y nuestro entorno.
El voto de castidad es el voto de la libertad. Libremente me reservo para Dios, por haber sido escogido y reservado por él para amar sin condiciones, es decir, amor pleno en libertad total, amor que no me ata sino que me une y me deja cada vez más libre y comprometido en un amor verdadero y total frente a Dios y a los demás, haciéndome tan libre que estoy en la capacidad de decidir, si fuere necesario, morir por amor a alguien y sirviendo a ese alguien o a la causa del Reino, haciéndolo todo por amor al único al que le pertenezco: el Señor.
Cuidemos con diligencia la vigilancia sobre nuestros sentidos para que no nos atropellen y nos lleven a una existencia autorreferencial, egoísta y selectiva. Somos del Señor, a Él le pertenecemos y por eso vivamos nuestra castidad como un signo de madurez en el amor, de pobreza alegre, obediencia ilimitada al amor, amando en Cristo, al estilo de Cristo y con la gracia y ayuda suya. Seamos signo de amor verdadero en medio del mundo oscuro y egoísta que padece, soporta y promueve la mentira de llamar amor a lo que es simplemente idolatría del egoísmo, el bienestar y la autosatisfacción sin donación real ni compromiso responsable y sincero. Jesús, el amor de Dios hecho carne, nos lleva a experimentar el amor verdadero y a vivir en castidad gozosa por el Reino de los cielos, haciendo de nosotros una comunidad amorosa, compuesta por personas amorosas al servicio del amor.
“Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos por mantener la unidad del espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados” (cf. Col 3, 12-21).
¿Cómo hacer para lograr vivir el ideal de amor pleno en Dios, es decir, el voto de castidad? Confiándonos a la ayuda de quien nos promete acompañarnos siempre, el Señor, el cual nos asegura: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Fr. José Arcesio Escobar E., ocd