EN COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN
7 de febrero de 2017
Hemos sido llamados por Jesús para estar con Él y para ser enviados a evangelizar. Finalmente estamos comenzando a entender lo que quiere decir ese “estar”, que no es otra cosa más que la verdadera contemplación, la intimidad con el Señor, la oración auténtica.
Es colocar nuestra morada en el corazón del Señor y tomar conciencia progresiva de que somos su morada personal y de que la Santísima Trinidad nos habita, Trinidad a quien adoramos ininterrumpidamente durante la jornada, como rezamos en la oración a san José cada día. Estamos finalmente entendiendo lo que quiere decir “evangelizar”, que es asumir nuestra condición de portadores de Dios para llevarlo al mundo entero, es decir, a todos los que nos vamos encontrando en nuestra vida, sin escogerlos, sin buscar los que nos agradan; cada hombre es mi hermano y allí está Jesús esperando que yo lo ame, acoja, evangelice, que dé la vida por él.
En otras palabras, seguir a Jesús, es entregarse a totalidad, a Él y a los demás, entregarse, desde el amor auténtico, al servicio total e ilimitado. Es entregarse al servicio de Jesús y, por tanto, al servicio de aquellos donde mejor está representado y encarnado: los más débiles, los más frágiles, los cansados, oprimidos, enfermos, desbaratados, desarmonizados, aquellos más desamparados por todos, los perturbados, confundidos, perdidos en el mundo, los pecadores, los rechazados por la sociedad, los que no saben, los que no cuentan para nadie, los tristes, los pequeños, los vulnerables; esos son nuestros hermanos privilegiados y amados por el Señor y son las personas a las que les debemos la vida, al servicio de quienes nos debemos entregar totalmente, como fruto de nuestra oración y amor, que nos lleva a servir a Jesús en cada uno de ellos. Esta es la esencia de nuestra consagración y nuestro seguimiento al Señor.
Dicho de otra manera, nosotros somos una partecita del cuerpo de Cristo, y trabajamos por Él sirviéndolo en los más necesitados. Esto es lo que llamamos Comunión y Participación. La Comunión es la tarea de entrar en profunda solidaridad con los demás, teniendo como modelo al Padre, que en Jesús se hace uno con la humanidad. Dios entra a formar parte de la vida humana y su condición de fragilidad, a través de Jesús. A través de Jesús Dios alcanza, toca la vida de los hombres y los hombres entramos en contacto directo con Dios.
Con todas estas personas, desde Jesús y a través de su pueblo, de su Iglesia, de sus comunidades, de cada uno de nosotros, Dios Padre está creando un Pueblo Nuevo, una humanidad nueva, una sociedad diferente, en medio de la crisis y oscuridad en la que se encuentra sumido el mundo. Jesús nos enseña con su vida y su actitud a vivir la comunión, echándose encima el pecado y la realidad del otro, de cada uno. Jesús Samaritano, Jesús buen Pastor, son imágenes muy bellas que expresan el hondo significado de lo que es vivir en comunión y vivir la comunión. Es hacerse solidario con todos, lo que implica apropiarme del peso del otro y llevarlo sobre mis hombros, sobre mi vida. (cf 1Cor 10, 14-17). Es responsabilizarme del problema, de la dificultad del hermano, como si fuera mía, o mejor, haciéndola mía. Por tanto, comulgar es levantar sobre mis hombros el peso de la fragilidad, de la debilidad ajena, viviendo en comunión con las personas más vulnerables de la sociedad.
Participación es el don de sí mismo a los demás. Donarse a totalidad, sin conservar nada para sí. Es mucho más que dar cosas, dinero, ayudas exteriores que nada me implican, como por ejemplo dar limosna; participar es algo mucho más profundo, es salir permanentemente de mí mismo para donarme ininterrumpidamente a los demás como lo hace Dios, en cuya esencia misma está el donarse infinita e ininterrumpidamente. Por eso su acción es eminentemente creadora; Dios crea dándose, y en la medida en que se dona es Creador. Nos invita a nosotros a ser creadores como Él de manera permanente pues nuestra misión es prolongar su obra en el mundo. Somos seres en creación permanente y, por tanto, en donación permanente, “en salida” hacia los demás, como afirma el papa Francisco, definiendo lo que es ser cristiano: un ser “en salida”.
De allí que Dios nos regala unos carismas para que cumplamos esta misión y esos carismas son para entregarlos. Si no se entregan, son como semillas que no se siembran, semillas muertas, carismas muertos. Si no se entregan, es lo mismo que si no existieran. Carisma que no se ejerce ni se entrega es carisma que no existe. Es decir, el carisma va existiendo en la medida en que se va ejerciendo. Por eso nosotros no somos cristianos de una vez para siempre, sino que vamos siendo cristianos, vamos siendo discípulos del Señor y seguidores suyos en una dinámica creciente y siempre activa. Porque el cristianismo es vida, experiencia, y no un conjunto de dogmas y doctrinas que se aprenden y repiten de memoria. Podríamos saber de memoria el Evangelio y no ser cristianos; podríamos participar de todas las eucaristías y sacramentos y no ser cristianos. Se es cristiano dándose como Jesús, creando con el Padre cada día. La participación hace que pongamos al servicio de los demás nuestros carismas para suplir los vacíos y fragilidades de los demás. Entramos en comunión con los hermanos y participamos de toda su realidad, llevando sobre nuestras espaldas el peso de los demás, pero llevándolo con fe y amor, con conciencia de ser instrumentos y mediación del Señor.
Nace, entonces, la vida comunitaria, que es Comunión y Participación. Si no comulgamos y participamos de la vida de nuestros hermanos, estamos fuera de la Comunidad aunque vivamos dentro de ella. Este es un grave pecado que ataca nuestra vida; el egoísmo destruye la comunidad y destruye nuestro ser de cristianos y nuestra realidad de discípulos del Señor. Participar implica dar todo lo que somos y tenemos, vivir en función de los demás, como lo hizo siempre Jesús y lo sigue haciendo. Es maravilloso tomar conciencia de que soy un don de Dios para los otros. Soy don para ser dado y no retenido. No nos pertenecemos, somos don que vive en función de darse, de crear, de amar; don que se comunica y al comunicarse crece, se multiplica. Cuando un carisma se da, crece y se perfecciona. “La caridad crece con ser comunicada”, afirmaba santa Teresa. Por eso el pecado es retener el don, la vida, acumular, no dejar fluir, frustrar el desarrollo y crecimiento de nuestro ser, que es don permanente que se entrega y se gasta y se consume, a la vez que se recibe nueva vida.
Ser cristiano es vivir en actitud de comunión y participación, actitud de amor ilimitado; es tomar conciencia de que somos seres creados para los demás, para vivir eucarísticamente, para, como Jesús, partirnos y repartirnos hasta quedar en nada, hasta morirnos de amor. Jesús se vació de sí mismo hasta el extremo, nada retuvo para sí, todo lo entregó, hasta su propio Espíritu.
Salir es la consigna para ser seguidor del Señor, pero no sin antes haber entrado dentro de sí, de tal manera que lo que sale de nosotros sea siempre fruto de la oración, de la contemplación, del encuentro íntimo y amoroso con el Señor. Por eso podemos afirmar que existe lo que está sucediendo, lo que acontece, lo que está saliendo y está en movimiento, lo que se va entregando, lo que se va convirtiendo en experiencia, que es salir de sí para encontrarse con la realidad. Esta es la razón por la que dice el Evangelio que aquel a quien se le dieron los talentos y no los puso en práctica se le quitarán y se le darán al que tenía más talentos y los puso en movimiento, en ejercicio de producción, de donación, de entrega. Todo don de Dios que se guarda y no se pone a funcionar se atrofia, deja de existir, se frustra y no cumple su misión. De esto tendremos que dar cuentas al Señor, de los talentos que nos confió para hacerlos producir. El pecado frustra la esencia del ser humano, lo lleva a retener, a guardar, a codiciar, a vivir para sí y no para la misión para la que fue creado que es la de amar y servir, donarse, entregarse, crear con el Padre. Se da la batalla entre el hombre viejo y el hombre nuevo, como nos lo señala san Pablo. Son dos fuerzas encontradas; una fuerza que nos lleva a retener de manera egoísta y la otra que nos lanza a donarnos, a amar sin límites. El Espíritu del Señor nos ayuda a optar por obrar evangélicamente, subyugando al hombre viejo y abriendo todas las compuertas para que el Hombre Nuevo surja con potencia y como signo de la presencia del Señor, que hace posible que “donde abunda el mal, sobreabunde el bien”.
Estamos llamados a la trascendencia y nos hacemos trascendentes en la medida en que salimos y nos donamos. Es el Espíritu Santo, la fuerza de Jesús Resucitado, quien actúa en nosotros y nos ayuda a trascender, a salir, a ser, a salir de nuestro yo instintivo para tocar la realidad del otro. No podemos ser miembros muertos del cuerpo de Cristo. Permanezcamos unidos al tronco, a la Vid verdadera y así tendremos vida permanente en nosotros para entregarla, para vivir nuestra misión de Comunión y Participación en el lugar donde el Señor nos ha colocado. Seamos seres humanos con conciencia de servicio incondicional, en búsqueda de los que más nos necesitan y seremos verdaderamente cristianos y seguidores del Señor.
Fr. José Arcesio Escobar E., ocd